Las tres lecturas de hoy plantan frente a nosotros una realidad sobre la
cual debe asentarse nuestra antropología, nuestra espiritualidad y nuestro
camino a la santidad: la fidelidad de Dios y nuestra infidelidad. Esa es la
historia del pueblo de Israel y esa es nuestra realidad. Desechemos cualquier
ansia de santidad egoísta, que prescinde de Dios, y en el fondo no es más que
egolatría personal espiritualizada. Toda santidad mana de Dios, del Todo-Santo,
del Tres-Veces-Santo. En otro pasaje del Antiguo Testamento dice Dios: “sed
santos porque yo soy Santo”. Es decir, no hay santidad posible fuera de la
santidad de Dios.
En este contexto, querría añadir una última aclaración con respecto a la primera lectura. Puede parecer que Dios castiga, que bajo capa de “educar al Pueblo” Dios lo machaca… Debemos reconducir esa visión demasiado humana/mundana de la voluntad de Dios. El cristiano es un hombre libre, porque llama a Dios Padre. Porque soy hijo de un Dios que me ha liberado. Así, no cabe el miedo a Dios. La voluntad de Dios, tantas veces, se nos ha presentado como un peso que hay que aguantar, como si no quedara otra. No caben los “hay que" en el cristiano. La voluntad de Dios es el amor de Dios en acto en nosotros, es el ejercicio de su paternidad amorosa. La adoración que debemos al Santo (santificado sea tu Nombre) no es sumisión, es la actitud del hombre que sabe de quien se ha fiado.