El otoño va entrando en nuestras ciudades que da al tiempo atmosférico días con un cierto toque desapacible. La liturgia se va acomodando también a ese tiempo y pone a nuestra disposición unas lecturas que tienen un poco de dureza. Le dejan a uno con cierto malestar.
1. La lectura del libro de Job es descarnada: Job abrió la boca y maldijo su día… Cuando todo se pone en contra qué fácil es maldecir. Necesitamos protagonismo de una forma o de otra, y preferimos hacernos víctimas y quejarnos de todo antes que pasar desapercibidos. Menos mal que Job cuando descubre que es el Señor, es capaz de reconocer que si él se lo dio, él se lo puede quitar, y aquí no ha pasado nada. ¿Qué dicen mis labios habitualmente: maldiciones o bendiciones? ¿Es que acaso hoy, no en época de Job, no sabemos ya que en todo está Dios?
Sería bueno dedicar un rato de la oración a bendecir a Dios, y a los hombres. Dar gracias a Dios por cada uno de los hombres que se cruzarán conmigo hoy por los caminos.
2. El salmo también es desgarrador, patético. El alma se siente muerta de penas y desgracias. Quizá exagere un poco el salmista. Quizá nunca hayamos estado en una situación de este calibre, o sí, quién sabe. Lo que se nos quiere transmitir es que el único que nos puede socorrer es el Señor. Los hombres podemos ayudarnos unos a otros en algunos momentos. Otras veces son los propios hombres los que crean nuestro mal. Pero lo que está claro es que Dios está con nosotros a nuestro lado, siempre. Dios no falla nunca. En todo caso, a veces nos parece que se retrasa, pero nunca abandona.
Otro buen rato de la oración lo podemos dedicar a suplicar a Dios. Así, con tonos desgarradores, si nos lo pide nuestra situación. Él nos escucha a la primera, pero quiere oírnos un rato más. Sabe que cuando estamos indefensos y nos sentimos débiles, entonces le vamos a rezar, y a él le encanta que le recen: Señor, Dios mío, de día te pido auxilio, de noche grito en tu presencia; llegue hasta ti mi súplica, inclina tu oído a mi clamor.
3. El evangelio, para acabar nos presenta otro texto ciertamente desapacible. Jesús regaña a sus discípulos. Dirían los discípulos: ¡Encima que le decimos que porqué no arrasamos a estos impíos, encima nos regaña! Y eso que eran de los discípulos predilectos. Pero Jesús les quiere demasiado como para no regañarles. La fuerza, la espada, la violencia… no van a convertir a los pecadores. Los discípulos lo fueron entendiendo después. Sólo con la muerte propia y con la propia muerte –o dicho en lenguaje de Abelardo: sólo muriendo al yo- se conquistan almas. Sólo bajando a la humildad de la propia miseria se puede ser testimonio para los otros pecadores.
Así que el último momento de oración podría ser para pedirle al Señor que me enseñe a morir a mí mismo. A menos matar a otros con nuestro “celo” y más aplicar la misericordia al mundo.
Parece que ya llueve menos.