La oración de hoy conviene hacerla muy humildemente. Empecemos por ahí. Pidamos en nuestras oraciones iniciales que el Señor nos conceda un corazón humilde, y al Espíritu Santo que nos dé su luz para entusiasmarnos con ese Jesucristo del que se admiraba la gente que le oía hablar.
Necesitamos humildad par reconocer nuestra nada y nuestro pecado. Si no fuera por la gracia de Dios seríamos igual de pecadores que Jeconías. Quizá lo seamos de verdad. Quizá hemos renegado de Dios en muchas ocasiones. Jeconías no conoció directamente a Jesucristo, no se pudo admirar de él. Nosotros, sí le hemos conocido, y aunque no tengamos la trascendencia de este rey para la historia de Israel, también hemos hecho lo que el Señor reprueba.
El Dios pedagógico de Israel, tiene que explicar al pueblo lo mal que está haciendo las cosas, que se ha corrompido y que está adorando a otros dioses. Y lo explica para que lo entiendan, son deportados, alejados de la Tierra prometida que le fue concedida a sus padres. Supongo que lo entenderían bien. Para que no nos pase a nosotros lo mismo solo nos queda rezar, para humildemente reconocer nuestro pecado y pedir: “Líbranos, Señor, por el honor de tu nombre”, no por nuestras fuerzas humanas, soberbias, sino por el puro honor de tu nombre.
Recemos despacio el salmo de hoy. Somos pecadores, a pequeña o a gran escala, necesitamos el perdón de Dios.
Y desde nuestra humildad podremos admirarnos de este Jesucristo, Nuestro Señor, que decía cosas maravillosas. La lectura del evangelio de hoy tiene que ser con la mentalidad del judío humilde de aquella época que escucha hablar a este hombre que además de hacer milagros, les habla con autoridad y de una forma que entienden y que supera aquella forma de hablar de los escribas, tan atados a la ley. No basta con decir Señor, Señor, para entrar en el reino de los cielos, lo que hay que hacer es cumplir la voluntad de Dios. Hay que escuchar la palabra de Jesús para así ser como un edificio cimentado en roca.
Nos imaginamos el edificio de nuestra vida cimentado en una de esas rocas de Gredos donde tenemos nuestros campamentos, al ladito de nuestra Virgen de Gredos. ¡Imagínate, qué sitio! Cimentados en Cristo y al lado de la Virgen.