“Venían a oírle a Él y ser curados de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos”.
Tal es parte del texto del Evangelio que la Iglesia nos propone para el día de hoy. Y nunca puedo leerlo sin escucharlo mentalmente con el timbre y tono de voz del P. Morales. Esas eran siempre las palabras con las que comenzaba sus primeros puntos de meditación en las tandas de Ejercicios. Fueran jóvenes que hacían Ejercicios Espirituales por primera vez en su vida, o fueran personas con muchos años de entrega al Señor. No importaba. “Venían a oírlo y a que los curara de su enfermedades”. Y por ello nada mejor que prepararnos para nuestra oración de mañana con las mismas palabras del P. Morales sintiéndolas que nos las dice a cuantos hemos venido no a una tanda de Ejercicios, sino a nuestra oración matutina. Escuchémosle:
“Habían venido para oírle a Él y ser curados de sus enfermedades”. Escribe con mayúscula estas palabras que te acabo de decir, que no son mías, sino de Jesucristo, presente en el Sagrario como, hace veinte siglos, en las campiñas y ciudades de Palestina. Es Jesús, que te quiere decir a ti, con sus propias palabras, para que te enteres o empieces a enterarte, para qué has venido tú aquí. Primero: “Habían venido para oírle a Él”. Segundo: “para ser curados de sus enfermedades”. Estas palabras son las primeras que aquí deben resonar. Porque si tú empiezas a pensarlas, mejor dicho, empiezas a suplicar la ayuda del cielo para poder entenderlas, descubrirás su sentido profundo.
Lo primero que tienes que hacer es creer en esta palabra de Cristo. ¿Qué significa creer en esta palabra de Cristo? Varias cosas. Primero: que tú no has venido aquí, sino que te han traído. “¡Ah, Padre! Pues yo he venido porque me ha dado la gana. Me lo preguntaron, me lo dijeron, me enteré y vine”. Falso, falso, falso. Tú has venido porque Alguien te ha empujado a venir.
He venido para oírle a Él. Y Él es, nada menos, que Cristo. Primero, porque tengo que hacer un acto de fe en que, si yo estoy aquí, es porque Él me ha traído. No por mi cara bonita. No por las cualidades que pueda yo tener, sino, simplemente, porque Él me ha escogido. Y escoger significa dejar muchas cosas y elegir una. Vas a comprar un reloj. Te presentan diez o doce. Dejas los demás y eliges el que te parece conveniente. Es un acto de amor, de elección, de preferencia respecto de ese reloj. Tú podías haber oído hablar de esta convocatoria, de esta escuela de virilidad que son los ejercicios de san Ignacio, y te podía haber pasado lo que le ha pasado a tantos compañeros, amigos tuyos, que han oído esto y se han quedado donde estaban. ¿Sabes por qué? Porque no han sentido el empujón para venir. Y el empujón, ¿quién te lo ha dado a ti y no se lo ha dado a ellos? Dios.
¿Cómo sabes todo esto? Te lo dice Jesucristo: “Sin Mí, nada podéis hacer”. Claro, las frases de Cristo hay que escribirlas con mayúscula. En tu papel y, sobre todo, en tu corazón. “Sin Mí, nada podéis hacer”. Por lo tanto, ni desear venir de ejercicios, ni desear encontrarte con Cristo, ni desear empezar a ser hombre y dejar de ser muñeco. “Sin Mí, nada podéis hacer”. Fíjate bien que Cristo no te dice: “Sin Mí, algo podéis hacer; sin Mí, poco puedes hacer”. “Sin Mí, nada”. “Nadie viene al Padre si Yo, dice Jesucristo, no le llevo”. “Nadie viene a Mí, dice el mismo Jesús, si el Padre no le conduce a Mí”. Jesucristo, ¡cuánto tengo yo que agradecerte porque te has fijado, precisamente, en mí, prefiriéndome a otros!
Primer acto de fe: Señor, que vea que, si estoy aquí, es por puro regalo tuyo. Y de la profundidad con que tú penetres en esto, depende el éxito de esta escuela que empieza a funcionar.
Segundo acto de fe: que aquí no me va a hablar un hombre, aunque sea sacerdote. Que, aquí, me vas a hablar nada menos que Tú mismo. El Evangelio dice: “Habían venido a oírle a Él”. No a otro, sino a Él. Porque es que el que habla no es más que el altavoz de Cristo. Aquí no habla más que
Cristo. Unas veces, a través de la persona que Él utiliza para hacerlo. Y otras, directamente, a ti. Porque Dios habla sin palabras: inspiraciones, movimientos profundos en el alma. He venido para oírle a Él y no a un hombre.
Tercer acto de fe: he venido para ser curado. Por lo tanto, estoy enfermo. ¿Cuáles son mis enfermedades? Pereza, sentimentalismo, impureza, vanidad, envidia, orgullo. Y la raíz de todas estas enfermedades, ¿sabes cuál? Egoísmo. Porque eres un egoísta redomado, retorcido. “¡Ah, no, Padre! Yo ya soy muy bueno”. Pues, entonces vete. Toma el tren y vete para Madrid otra vez. ¿Qué vienes a hacer aquí? A un sanatorio de tuberculosos se presenta uno que tiene perfectamente los pulmones limpios. “Pues, ¿para qué ha venido usted aquí? Váyase”. Lo que pasa es que el orgullo, que tenemos tú, y yo, y todo hombre que nace, es tan grande, que nos creemos que somos los mejores.
Entonces, Jesús, Hostia santa, que vea. Primero, que Tú me has traído a mí, prefiriéndome a tantos. Segundo, que eres Tú quien me vas a hablar. Por primera vez en mi vida, voy a tener la oportunidad de escucharte a Ti.
Tercer acto de fe: que he venido a ser curado de mis enfermedades. Mi orgullo me impide hacerme creer que yo tengo enfermedades. Y ésta es la peor de las enfermedades. ¿Quién dicen los médicos que es el peor enfermo? ¿El que tiene cáncer, el que tiene tuberculosis? No, señor, el que no se entera, ni se ha enterado todavía, que está enfermo. Porque ese se muere de todas todas. El que está enfermo, va al médico, se somete a un tratamiento y puede llegar a curar. El otro, es que, irremisiblemente, se muere. Entonces, aquí, el peor enfermo, que tiene que ser curado, es el que cree que él ya se las sabe todas, que él ya es un hombre, que él no tiene que empezar a ejercitar el entendimiento y la voluntad, que él no tiene que arrepentirse de pecados porque no tiene ninguno, él es perfecto. Ése es el peor.
Jesús, que vea. Es decir, que me vea enfermo, paralítico, ciego, cojo. Como esos enfermos tuyos del Evangelio, que se acercaban a Ti, te rodeaban y, me dice el Evangelio: “Todos cuantos tenían enfermos, procuraban tocarle”. Escríbelo con mayúscula. Porque ahí estás retratado tú y yo, en esa frase de Jesús. “Todos cuantos tenían enfermos...” ¡Y yo tengo tantos enfermos dentro de mí! Los enumeramos antes. Se reducen todos al orgullo, al egoísmo. En sus distintas manifestaciones. “Todos cuantos tenían enfermos, procuraban tocarle”. Y, ¿qué pasaba? Paralíticos, leprosos, cojos, mudos, ciegos llegaban a Jesús. Resultado: un poder oculto, misterioso se escapaba de Él y los curaba a todos. Aquí está este sanatorio de los Ejercicios Espirituales. Es para curar enfermedades. Teniendo en cuenta lo siguiente: que, aunque tus enfermedades sean graves, crónicas, de toda la vida, Él, si empiezas a creer... Por eso, volvemos a la súplica del principio: Señor, que vea. Te curas.
Dios te salve, María. Tómame de la mano y llévame a Jesús. Haz que le toque. Porque tienes que empezar, enseguida, a dialogar con la Virgen. Porque la Virgen es el camino para encontrarse con Cristo. ¿Tú quieres coger una flor? No se te ocurre cogerla directamente. Agarras el tallo y te llevas la flor. ¿Quieres encontrarte con Jesucristo? El tallo en que se mece esa flor divina, Cristo Salvador, la Virgen. Dios te salve, María. Llévame de la mano, quiero tocar a Jesús.
¡Ven, Espíritu Santo! Porque tienen que ser continuas las invocaciones al Espíritu Santo. Unas veces, a la Virgen, a Jesucristo. Porque conversación es empezar a hablar, sin palabras, con la Virgen, con Jesucristo, con el Padre, con quien sea. En cada caso, según convenga.
Por tanto, que vea que, por muy graves que sean mis enfermedades, se operará aquí, en mí,
una curación total si creo, si me acerco a Cristo. “Señor, que vea”.