El Adviento está lleno de
palabras de esperanza que Dios dirige a su pueblo a través de los profetas. Las
puedo escuchar como dirigidas a mí por mi Padre de los cielos: en medio de mis
desalientos, en los barrancos que me engullen y las oscuridades del camino,
escucho palabras de vida: “Yo, el Señor tu Dios, te tomo por tu diestra y te
digo: ¡No temas, yo mismo te auxilio!”.
A estas palabras de consuelo
puedo unir las que escuchó de la Virgen el santo que hoy celebramos, san Juan
Diego, el indígena mexicano a quien la Virgen de Guadalupe se apareció el 9 de
diciembre de 1531 en el cerro de Tepeyac. También quiero hacerlas mías al rezar
hoy: “Oye y pon bien en tu corazón, hijo mío el más pequeño: nada te asuste,
nada te aflija, tampoco se altere tu corazón, tu rostro… ¿No estoy
aquí yo, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la
fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en donde se cruzan mis
brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?”.
La Virgen le dio como señal el cortar variadas flores en la cumbre del cerro en pleno invierno, como si se hicieran nuevas las palabras que hoy escuchamos en Isaías: “Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivares. Plantaré en la estepa cipreses, junto con olmos y alerces”. Es el milagro de la confianza en Dios, de la fe en su amor: hace florecer nuestros desiertos en gracias insospechadas: “No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio. Tu libertador es el Santo de Israel”.