Jesús, con sus discípulos, se retiró hacia la ribera del lago. Cada
momento de oración nos mete en esta atmósfera de intimidad y encuentro.
Eso sí, sin dejar de lado el encuentro con todos. Le buscan. Buscarle es
nuestra tarea siempre pendiente. Buscarle, escuchar su palabra, abrir el
corazón… Es lo que debo vivir en la oración. ¿Cómo es la apertura de mi
corazón?
Oyendo lo que hacía, acudían a Él. Jesús, apretujado por la muchedumbre
entusiasmada. Estas muchedumbres se volverán un día contra Él. ¡Qué misterio!
Se le echaban encima para tocarle. Lo que vienen a buscar junto a
Él es su curación. Jesús es el salvador. Cuando suframos el mal, acudamos
así a Él, con toda confianza.
Los espíritus impuros al verle se prosternaban y "gritaban"
diciendo: “tú eres el Hijo de Dios”. Él, con autoridad, les mandaba callar.
Consigna del silencio. Jesús rehúsa el triunfo y la popularidad, que son tan
ambiguos. Si nos envuelve el orgullo, recordemos: el bien no hace ruido, ni el
ruido hace bien.
Lo que importa es llegar a confesar, con toda el alma y todo el corazón,
que Jesús es el Hijo de Dios. ¿Mi oración me lleva a confesarlo también con mi
vida?
Hoy, Señor, también te reconozco y me lleno de gozo por ello: Tú eres mi Dios y mi todo. En Dios confío y no temo.