Transcurrido el tiempo de adviento y navidad, tras la celebración del
bautismo del Señor, iniciamos el tiempo ordinario. Es cierto que necesitamos de
tiempos fuertes para vivir nuestra fe, pero es precisamente en lo cotidiano
donde realmente podemos demostrar nuestro amor y fidelidad a Dios: en la
sencillez del día a día; hacer presente el reino en nuestras tareas, ya sea
estudio, trabajo, viviendo la caridad con el prójimo. La liturgia de este
tiempo nos lo enseña con la lectura continuada del evangelio, en estas primeras
semanas con el de Marcos, donde se describe la maravilla del anuncio de la
Buena Nueva que Cristo nos presenta.
Porque es Él el que nos muestra cómo es Dios. El autor de la carta a los
hebreos nos refiere cómo en muchas ocasiones y de muchas maneras nos ha hablado
Dios; pero ahora, en esta etapa de la historia nos ha hablado por el Hijo. Toda
la revelación está hecha. Nos enseña cómo es el Padre, nuestro creador, que nos
ama con entrañas de misericordia.
Dios nos ama con un amor único y nos llama de manera personal, a cada
uno, con nombre y apellidos. Así lo hizo Jesús al inicio de su vida pública,
pasando junto al mar de Galilea: a Simón y a Andrés, más adelante a Santiago y
Juan. Esta llamada se realiza en la vida cotidiana. No tengo que esperar
acontecimientos extraordinarios o experiencias maravillosas para que se dé en
mi vida.
Que nuestro corazón escuche y ponga en práctica lo que Juan el Bautista anunció: convertíos y creed en el evangelio; se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios.