Primera lectura
Lectura de la profecía de Malaquías (3, 1-4)
Esto dice el Señor:
«Voy a enviar a mi mensajero para
que prepare el camino ante mi.
De repente llegará a su santuario
el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en
quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo.
¿Quién resistirá el día de su
llegada?, ¿Quién se mantendrá en pie ante su mirada? Pues es como fuego de
fundidor, como lejía de lavandero. Se sentará como fundidor que refina la
plata; refinará a los levitas y los acrisolará como oro y plata, y el Señor
recibirá ofrenda y oblación justas.
Entonces agradará al Señor la
ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en tiempos pasados, como antaño».
Salmo Responsorial
Sal 23, 7. 8. 9. 10
R. El Señor, Dios del universo, él es el
Rey de la gloria.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las puertas eternales:
va a entrar el Rey de la gloria. R.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, héroe valeroso;
el Señor, valeroso en la batalla. R.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las puertas eternales:
va a entrar el Rey de la gloria. R.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios del universo,
él es el Rey de la gloria. R.
Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (2, 14-18)
Lo mismo que los hijos participan
de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y
sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al
diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como
esclavos.
Notad que tiende una mano a los
hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus
hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se
refiere, y expiar los pecados del pueblo. Pues, por el hecho de haber padecido
sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados.
Evangelio
Lectura del santo Evangelio según san Lucas (2, 22-32)
Cuando se cumplieron los días de
la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a
Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: «Todo varón primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar
la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de
Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el
Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño
Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo
tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».