Con los primeros compases del Adviento, la esperanza debe ir inundando
el corazón. A la manera como lo hace la nieve: silenciosa y constante hasta
cubrir con su manto blanco campos y ciudades.
La esperanza brota y crece con la promesa de Dios que nos anuncia que la
Salvación está cerca. La promesa la escuchamos en la Palabra de Dios proclamada
en la liturgia: “Hacia el Señor confluirán las naciones… No alzará la espada
pueblo contra pueblo”.
Vivimos tiempos de ansiedad, de noticias que alarman, en un mundo en que
el optimismo se va nublando. Dios, en cambio, nos anuncia su LUZ y su PAZ.
“Caminemos a la luz del Señor”.
La promesa se cumple solo si la acogemos con fe. Por eso el evangelio
nos narra el milagro de la fe audaz del centurión, que admira al mismo Jesús.
La fe no nos promete consuelos terrenos ni éxito mundano, sino la presencia de
Jesús que llena nuestro corazón.
Desde el inicio del Adviento, miramos a la Virgen María. Ella es la promesa de Dios encarnada, pero es una joven humilde y pobre que solo sabe acoger con fe incomparable el misterio de Dios que la habita. “A solas con su Tesoro, adora, espera y ama”. Este es el programa del Adviento. Recibir a Dios salvador con fe, adorarlo dentro y amarlo siempre y en todas las personas.