La oración es una elevación del corazón una simple mirada dirigida al
cielo, un grito de reconocimiento y de amor en medio de la prueba.
La oración es el grito del alma, no de los labios; es elevación del
corazón, no de la voz; es manifestación simple y espontanea de los propios
sentimientos, no de los de autor del libro que se tiene entre las manos. Cuando
se haya logrado clavar esta idea en las almas, ellas mismas, sin necesidad de
más exhortaciones, prescindirán de libros y reducirán sus rezos para entregarse
a la verdadera oración del espíritu, porque habrán comprendido su valor. Mientras
tanto, seguirán alimentándose con ese otro manjar tan poco nutritivo, incapaz
de sostener espiritualismos sanos y robustos.
El apóstol Andrés y su hermano Pedro, a la llamada de Jesús
“inmediatamente dejaron las redes y los siguieron. También aquí nos asombra el
entusiasmo de los Apóstoles, que atraídos de tal manera por Cristo, se sienten
capaces de emprender cualquier cosa y de atreverse, con él, a todo. Cada uno en
su corazón puede preguntarse sobre su relación personal con Jesús, y examinar
lo que ha aceptado para poder responder a su invitación a seguir a Jesús más de
cerca.
Señor, tu mirada, tu palabra, tu bondad, todo tu ser debía de tener
la fuerza del más poderoso imán, para que aquellos jóvenes discípulos de Juan
te siguieran sin titubear, con asombrosa prontitud dejándolo todo. ¿Qué vieron
en ti? La vida, el trabajo, la familia no se deja por cualquier motivo. Ah, si
yo pudiera verte, escuchar tu voz, vivir contigo. Concédeme sentirte más cerca,
más vivo y seguirte sin regateos, con la generosidad y prontitud de aquellos
jóvenes entusiasmados por ti.
Muchos también en la vida hemos sido llamado por el ejemplo de un
hermano, una familia. La verdad es que, cuando se siente el amor, este no puede
callar. Primero los cercanos y luego lo alejados. Así dice el salmo de hoy.
A toda la tierra alcanza su pregón (salmo 18,50).