Señor, dice la samaritana, dame de esa agua, así no tendré más sed.
¡Qué atrevida eres, mujer!
Yo también tengo sed de felicidad, sed de plenitud, sed de amor, sed de
libertad. Hasta ahora he venido todos los días a calmar mi sed valiéndome de
mis fuerzas, con mi pequeño cubo, en la fuente de mi vida: del pozo de mi cuerpo,
mi mente, mi sensibilidad, mi afecto…. Del surtidor de mis amigos, mi esposa o
mi esposo, mis hijos… Del manantial de mis actos, mi profesión, mis
diversiones… Y aquí sigo, Señor, un día y otro, bebiendo una ilusión y otra,
agotando esperanzas, esperando un agua viva que me reviva y transforme
radicalmente.
¡Y no será, Señor, que todas mis ansias insatisfechas no pueden colmarse
más que en ti!
Me da miedo, Señor, depender de ti, prefiero aferrarme a mi pobre cubo y
a mis pasos gastados hasta el pozo, quiero saberme dueño de mí mismo, aunque
sea a costa de domesticar mi sed irreprimible de absoluto y plenitud. ¡Cuánto
me cuesta renunciar a valerme por mí mismo, a bastarme yo solo!
Pero, hoy, tal vez sea distinto. Me ha parecido, Señor, escucharte algo
insólito: ¿Dame de beber, me has dicho? ¿Qué oigo? ¡Pero si tú
eres la fuente de agua viva, que salta hasta la vida eterna!
Ahora empiezo a entender, Señor, a qué has venido a mi mundo: resulta que tú también eres un sediento como yo. Creo que podremos entendernos, pues parece que todo se resume en un intercambio: Toma mi sed, Señor, sáciate con ella; toma mi libertad, Señor, anúdate con ella; toma mi amor, Señor, abrázate con él; toma a los míos, Señor, acógelos y cuídalos tú. Que yo también te acojo a ti, Señor, y quiero que me sumerjas en tu fuente eterna de agua viva para que sienta qué bien se está contigo, qué suave y dulce eres, mi Señor, y pueda por siempre apagar mi sed de amor en ti.