Comenzamos hoy nuestra oración, suplicando: “Señor Jesús, tu palabra es
vida y gozo para mí. Lléname de tu Espíritu Santo para que yo pueda tener la
fortaleza y el coraje para abrazar tu voluntad en todas las cosas y renunciar a
cualquier cosa que se le oponga”.
“Así que le pedí perdón a mi mamá por haber protestado tanto y le di
gracias por ayudarme y aconsejarme que los hiciera pronto”, es lo que le dijo una
niña a su mamá después de cargar con su pequeña cruz, la de los deberes de
clase, y ponerse a hacerlos… Hoy vemos a Jesús subiendo a Jerusalén. Él sabe
bien lo que le espera allí: el Hijo del hombre va a ser entregado,
condenado a muerte, azotado y crucificado; y al tercer día resucitará. Jesús
va a Jerusalén, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén
pero, sobre todo, porque quiere cumplir la voluntad del Padre: el Hijo
del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate
por muchos.
Estamos al principio de la cuaresma y nos puede pasar como a esa niña,
que le costaba mucho ponerse a hacer las tareas de clase, ¡qué pereza, qué
aburrido! Pero se hizo caso de su mamá y en poco tiempo hizo los deberes. Quedó
tan contenta que hasta le resultó fácil pedir perdón a su madre por sus
resistencias iniciales. La cuaresma (ayuno, oración, penitencia, limosna), o la
vida cristiana (mandamientos, ir a misa los domingos), nos pueden parecer algo
muy costoso y aburrido, algo así como los deberes. Pero si nos hacemos caso de
nuestras madres y sobre todo de nuestra madre del cielo, si cambiamos de
actitud como nos pide Jesús: no elijáis los primeros puestos donde los que están
sentados, lo están a la vista de todos, sino poneos a servir a todos.
Es la paradoja de la perfección cristiana: el que quiera ser grande entre
vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros,
que sea vuestro esclavo. Abelardo decía que había que subir
bajando, que a la cumbre más alta de la santidad se sube bajando por la senda
de la humildad. Pidamos a la Virgen que nos haga humildes y nos enseñe a vivir
como lo hizo Jesús, el siervo de Dios y de los hombres.
Y seguro que, junto a la vivencia de la cuaresma, el primer fruto que
vamos a cultivar va a ser una tremenda alegría, una alegría permanente. Esa
alegría profunda del corazón humilde, que no hace ruido y que se comunica sin
necesidad de palabras.
Madre nuestra, Santa María: danos tus ojos para mirar a Jesús, tus oídos para escucharle, tus manos para servirle y sobre todo, tu corazón para amarle.