La curación de Naamán el sirio
se ha considerado en el tiempo de Cuaresma como prefiguración de la llamada a
todas las naciones a la fe y al bautismo. San Ildefonso de Toledo
escribe: “Nunca deja de bautizar el que no cesa de purificar; y así, hasta el fin
de los siglos. Cristo es el que bautiza, porque siempre es Él
quien purifica. Por tanto, que el hombre se acerque con fe al
humilde ministro, ya que éste está respaldado por tan gran maestro. El maestro
es Cristo y la eficacia de este sacramento reside no en las acciones del
ministro, sino en el poder del maestro que es Cristo” (Tratado sobre
el Bautismo). En el bautismo, junto a la dignidad de los
hijos de Dios, recibimos la gracia y la llamada a la santidad,
que nos permite ser consecuentes y ser conscientes de la dignidad recibida.
Vemos en el Evangelio cómo los hombres de Nazaret tientan a Dios y quieren
utilizar a Jesús, pero Jesús ha
sido enviado para la salvación de todos los hombres, no sólo para la de los
judíos. Nosotros lo esperamos
todo de Cristo y de modo especial la salvación, pero quiere nuestra
colaboración, con gran fe y amor generoso, en correspondencia al que Él nos
tiene. En cada sacramento recibido, podemos orar personalmente: “es sólo en Ti
con quien yo cuento, Señor, y no con mis propias fuerzas. Tú eres mi salvador”.
¡Santa Madre de Dios y Madre nuestra, intercede por nosotros, llévanos a Jesús!