Hoy recordamos a 117 mártires canonizados por Juan Pablo II en 1988: San Andrés Dung-Lac y compañeros mártires de Vietnam. Se cumple en ellos de forma elocuente lo que el libro del Apocalipsis proclama de Jesucristo: “con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Ap 5, 9). En efecto: 96 son vietnamitas, 11 españoles (todos ellos dominicos) y 10 franceses. Son de todas las edades: desde los 18 hasta los 80 años. Aunque hay 8 obispos, y 50 sacerdotes, son mayoría los laicos: 59. Había padres de familia, y también una madre. Había entre ellos 6 militares, 4 médicos, un sastre, y completaban el conjunto pescadores, campesinos, jefes de comunidades cristianas y 16 catequistas.
Ellos han llevado a plenitud el texto del Evangelio que leemos hoy, unido al de ayer:
1) Los cristianos seremos perseguidos. Dice el Evangelio de ayer: “Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio”. De hecho, nuestros mártires fueron arrestados en distintas persecuciones: entre los siglos XVII y XIX se dictaron en Vietnam 53 edictos de persecución, (a las que habría que añadir la persecución comunista del siglo XX). Fueron llevados a los tribunales, comparecieron ante reyes y gobernadores, y tuvieron ocasión de dar testimonio con su vida: 75 fueron decapitados, 22 estrangulados, 6 quemados vivos, 5 fueron desmembrados y 9 murieron en la cárcel a causa de las torturas. Se cumplen, pues, las palabras de Jesús: “os traicionarán y matarán a algunos de vosotros”. Podemos preguntarnos: ¿Y yo, me asusto de ser perseguido en mi ambiente, empezando por mi casa, mis amigos, mis compañeros…, y cuánto más por los adversarios? ¿Veo en la persecución una ocasión para dar testimonio del Señor, tanto con mi vida como con mis palabras y actos?
2) La persecución y los perseguidores pasan. Los perseguidores de los mártires han pasado, y todo su mundo con ellos. Cuando uno visita Split, en Croacia, contempla admirado el palacio de Diocleciano, de finales del siglo III, que es patrimonio de la Humanidad. En el recinto del palacio el emperador se hizo construir un mausoleo extraordinario, para que en él descansaran sus restos. En el siglo VII el mausoleo fue convertido en la catedral de la ciudad, y desde entonces está dedicada a san Duje, un mártir precisamente de la persecución de Diocleciano. En el antiguo mausoleo hoy se veneran las reliquias de san Duje, y, sin embargo, ironías de la historia, nadie conoce el paradero de los restos de Diocleciano… Los perseguidores, poderosos en su tiempo, pasaron, no se les recuerda. Sin embargo los mártires, los que no contaban, los que fueron acallados hasta la muerte, nos hablan poderosamente a todas las generaciones.
3) El Señor vendrá “con gran poder y majestad”. La fuerza de los mártires, y de los creyentes en general, proviene de este anuncio: el Señor vendrá. Más aún, el Señor viene; y más todavía: el Señor siempre está con nosotros: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final del mundo” (Mt 28, 21). Frente al miedo y la ansiedad por la caducidad del mundo y la destrucción de todo lo que pasa, nuestro auxilio es el poder, el amor y la sabiduría del Señor.
4) Nuestra esperanza en la persecución: se acerca nuestra liberación. Nuestra esperanza son las palabras del Señor: “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Los mártires no se amilanaron ante el sufrimiento y la muerte: se levantaron y fueron a su encuentro, porque sabían que en ellos estaba su liberación, que el Señor les esperaba en y después de los tormentos. También nosotros debemos levantarnos y salir con esperanza al encuentro de todo lo que nos sucede: hemos de rasgar las apariencias de aquello que juzgamos adverso: por detrás y por encima de los acontecimientos descubrimos al Señor, que viene en ellos, “con poder y majestad”. “Es la buena nueva de nuestra salvación; es el anuncio de que el Señor está cerca; más aún, de que ya está con nosotros, y nos regala la liberación” (Juan Pablo II, 3.12.2000).
Oración final: Santa María, Reina y Madre de los mártires, modelo de nuestra fe: alcánzanos vivir en plenitud, como tú, la vida de fe, enséñanos a rasgar las apariencias de los acontecimientos, para descubrir en todo y siempre la presencia del Señor, que viene en ellos con poder y majestad, y nos alcanza la liberación, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.