La viuda del evangelio desenmascara nuestra religiosidad. Nos pone a prueba porque, en el fondo, si somos sinceros, sabemos que nosotros somos como los fariseos que echan al arca de las ofrendas sólo lo que nos sobra…
¿Quién de nosotros se juega la vida hasta donde duele? No sólo el dinero –que también-, sino sobre todo el tiempo, que es la vida que Dios nos da. Dar tiempo es dar vida. Y uno puede preguntarse si da al Señor del tiempo que le sobra o del que, como la viuda, era todo lo que tenía para vivir. Dar el tiempo no que nos sobra sino el que el necesitamos para vivir. Darle a tiempo de mi tiempo, del tiempo libre, del tiempo que me quedo para ser yo mismo…
Porque al final me planteo ser yo mismo como si fuera contrario a dejarle a Dios hasta el último resquicio de mi vida.
Pero esa viuda nos enseña que con Dios, cuando se trata de verdad de amar, no se puede jugar y entregar una parte de la vida, ni mucho menos la que nos sobra. Cuando se ama se entrega el alma entera, la vida sin medida, la mente y el corazón. Se ama completamente o sencillamente no se ama.
Y esa viuda amó de verdad.
Señor, enséñame a amarte así. A darte mi pobreza –como esa viuda- porque a ti no te importan mis miserias. Te importa que te las entregue y no me las quede. Te importa que mi pequeñez, mi poca cosa, mis limitaciones e incluso mis pecados te los entregue todos con mi vida entera.
¿Seré capaz en este día dejarme amar así? ¿Podré amarte así? Desde mi pobreza y… desde tu misericordia.
Desde mi pobreza y desde tu riqueza.
Darte todo lo que soy y sólo, a partir de ahí mirarte a ti solo. Dejar de mirarme a mí y mirarte, Señor.