Hemos comenzado un nuevo año litúrgico en el que la Iglesia nos va a ir presentando la vida de Cristo para que la meditemos y la hagamos nuestra a través de los tiempos litúrgicos. Pidamos el vivir con intensidad la liturgia para que conozcamos a Jesús con más profundidad y le encarnemos en nuestra vida, de modo que nos vayamos haciendo cada vez más parecidos a Él: “Señor, que te conozca, que te ame, que te siga”.
En este día de Adviento nos sale al paso el profeta Isaías, con sus grandes visiones llenas de esperanza. Hoy nos ofrece una de las más hermosas profecías sobre el Mesías. “Brotará un renuevo del tronco de Jesé”: Imaginemos un tronco seco, centenario, sin vida; así era el pueblo elegido de Dios, cuya falta de respuesta al amor recibido le había sumido en una gran depresión. Pero Dios es fiel a sus promesas y de aquel tocón inerte hace brotar una rama verde. El Mesías, lleno de los dones del Espíritu Santo lo renovará todo y traerá la paz a la creación: “Habitará el lobo con el cordero… el león comerá paja con el buey”.
La palabra de Dios nos invita a confiar en las promesas de Dios. Estamos siempre tentados de desaliento: mirando a nuestro alrededor y viendo la descristianización de nuestra sociedad, quizás a veces pensamos que Dios ha fracasado, que la Iglesia nada puede hacer. Pero Si Dios ha venido a la tierra es porque ama al hombre y quiere salvarlo, porque quiere hacer un nuevo cielo y una nueva tierra. Ha enviado al Mesías para que “en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente”. El Reino de Dios es semilla que crece en silencio y va dando fruto, grano de mostaza que se desarrolla hasta formar un árbol lleno de vida, un poco de levadura que basta para fermentar la masa.
EL ADVIENTO -ha señalado Benedicto XVI- ES EL TIEMPO EN EL QUE LOS CRISTIANOS DEBEN DESPERTAR EN SU CORAZÓN LA ESPERANZA DE RENOVAR EL MUNDO. La esperanza en que nos apoyamos no depende de nosotros, sino de Dios, que es fiel a sus promesas y para quien nada es imposible. Miremos a nuestro alrededor de nuevo y veremos muchos brotes esperanzadores en los que se manifiesta que Dios no se ha olvidado de los hombres y que el evangelio sigue seduciendo los corazones de tantos jóvenes y de tantos hombres y mujeres necesitados de luz, de recomposición interior, de motivos para vivir y esperar.
La Iglesia está hablando de una nueva evangelización sobre todo en las zonas de antigua cristiandad, como nuestro mundo occidental. Está convocando a los “nuevos evangelizadores” que el Espíritu Santo suscita para transmitir la fe a sus hermanos. Ofrezcámonos cada uno de nosotros a ser parte de esos nuevos apóstoles. Podemos serlo con nuestra oración, como Santa Teresita y el Hermano Rafael, o con nuestro entusiasmo misionero, como San Francisco Javier o el Beato Juan Pablo II, o con nuestra caridad y capacidad de servicio, como la Beata Teresa de Calcuta, o con nuestros sufrimientos ofrecidos con amor, como el P. Eduardo Laforet. Todos somos necesarios.
Sólo hace falta un corazón humilde que crea en el amor de Dios siempre, como nos dice Jesús en el evangelio: “Padre, Señor del cielo y de la tierra, has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien”.