Al comenzar la oración en este día en el que la Iglesia nos pide un recuerdo especial ante el altar de todos nuestros hermanos difuntos, hagamos un acto de fe en Jesucristo salvador de toda la humanidad. Igualmente un acto de fe en la vida eterna –una verdad de la que hoy apenas se habla, la Vida que no acaba y que esperamos gozar por la misericordia del Padre. Nos podemos valer de la antífona de comunión de la primera misa de difuntos:
“Yo soy la resurrección y la vida –dice el señor- el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
Un recuerdo de nuestros pecados y una súplica al Espíritu Santo:
Santa Teresa que fue maestra de oración para sus hijas carmelitas y para tantas almas que se han acogido a su método y magisterio nos enseña que el recuerdo de nuestros pecados y miserias ayuda a ponerse en la presencia de Dios. La mejor actitud ante Dios es la humildad que nos permite verle y no dudar del amor que nos tiene. Para ello, te aconsejo que “grites” ¡Ven Espíritu Santo, Ven Padre de las almas pobres y pequeñas, sin tu divino impulso nada hay puro en el hombre, pobre de todo bien!
Todo pasa, nada queda…
Medita unos momentos en la fugacidad de la vida. Para ello mira con la imaginación el otoño que nos rodea. Como las hojas se van poniendo amarillentas y caen. Regresan a la tierra o son pasto de las llamas. Así es también la vida del hombre sobre la tierra, “Somos polvo y en polvo nos convertimos”. Recuerdo ahora una anécdota de la vida de Juan Pablo II, cuando el cardenal de Cracovia le llamó para decirle que el Papa había pensado en él para hacerle obispo, objetó: “soy muy joven aún Eminencia”, y el Sr. Cardenal le dijo: “no te preocupes por eso, la juventud es algo que pronto se pasa”. Así es también la vida terrenal, como nos diría Santa Teresa: “una mala noche en una mala posada”.
Como se vive se muere.
Cuentan que un hombre salió a plantar un árbol en su finca. Cuando iba de camino, un ángel le anunció que ese mismo día se encontraría en la Eternidad. Entonces el hombre se puso a pensar: ¿Qué hago, sigo con mi tarea o mejor la dejo y me voy a rezar para prepararme mejor a bien morir? Después de un rato siguió por su camino, plantó el árbol y así recibió el momento supremo de la muerte. Esta parábola la he visto personificada en un hombre de carne y hueso, se llamaba Juan Serpa. Fue párroco del barrio de Montserrate en lima (Perú), hizo una gran obra social, educativa y espiritual, le sorprendió la muerte cuando aún tenía muchos proyectos en su corazón. En el funeral el Sr. Cardenal de Lima comentó: el P. Juan Serpa ha muerto en su ley: ha dado la vida por su gente, por su parroquia. Piensa ahora cómo te gustaría morir a ti.
La vida no termina, se transforma.
Finalmente meditemos en nuestro destino. La muerte no tiene la última palabra porque Cristo ha vencido a la muerte. “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma. Al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo- En Cristo, Señor Nuestro, brilla para nosotros esperanza de feliz resurrección.