“Esta es una virgen sabia y prudente, que salió a recibir a Cristo con la lámpara encendida”
- La antífona de entrada de la misa de hoy, celebrando a Santa Cecilia, es una buena manera de empezar nuestra oración.
Ella no se dejó engañar por la “estatua gigante y de un brillo extraordinario, de aspecto impresionante”, que nos presenta la liturgia de este martes en la primera lectura, del profeta Daniel.
Podemos relacionar esa estatua con todo lo que ofrece el mundo de hoy. Esa oferta, como la estatua, tiene los pies de barro, y basta que algo choque con ella para que la estatua entera se desmorone: “se hicieron pedazos el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro”.
El profeta Daniel, al explicar la visión al rey Nabucodonosor, le dice que los pies, de hierro mezclado con barro, “representan un reino dividido”. Podemos reflexionar sobre ello. ¿No nos sugiere que si a nuestro alrededor hay división, las verdaderas esperanzas se desmoronan, que debemos ser forjadores de unidad allá donde vayamos? Ese es un signo del verdadero reino, de aquel reino “que nunca será destruido, que durará por siempre”. - Jesús, en el evangelio, nos repite la misma idea: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra”.
De alguna manera nos recuerda esas otras palabras suyas que tanto meditamos este año, alrededor de la JMJ: edificar la casa sobre roca, perseverar firmes en la fe. Porque lo que vemos a nuestro alrededor, lo que los hombres se afanan por construir cada día, casi sin saber por qué, de todo eso, no quedará piedra sobre piedra. Los analistas nos dicen que Europa está al borde de la quiebra, que los países, llenos de deudas, van a la bancarrota. Es otra lectura del mensaje que estos días nos lanza la Iglesia: poner la esperanza en aquello que perdura para siempre, asentar nuestra casa sobre la roca firme de Jesucristo. El nos lo va a prometer: “el que perseveré hasta el final se salvará”. - Pidamos a María en la oración de hoy que sepamos transmitir a los que nos rodean esta esperanza. No merece la pena ponerla, por supuesto, en los que han ganado las elecciones, ni en los que las han perdido, ni en los que critican a unos y a otros tachándoles de aquello a lo que ellos mismos están sometidos: un materialismo que a la larga deja vacíos los corazones. Un materialismo que prescinde de los grandes deseos que alberga el corazón: deseos de amar y ser amado para siempre, deseos de vivir de verdad, deseos de eternidad.
Que santa Cecilia toque las fibras más sensibles de nuestro corazón y nos ayude a escuchar la música de Dios, a seguir el ejemplo de María, tal y como la contemplábamos ayer en la fiesta de su presentación: entregada del todo al servicio del Señor, dispuesta siempre a cumplir su voluntad.
“Esta es una virgen sabia y prudente, que salió a recibir a Cristo con la lámpara encendida”