Jesucristo, en el Evangelio, desde la primera página hasta la última, ha asociado a su Madre al misterio de su Encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección, al nacimiento de la Iglesia en Pentecostés... Lo que Dios ha unido que el hombre no lo separe: no podemos separar a la Virgen de esta unidad con Jesucristo. Ella es la Corredentora, la Madre de la Iglesia. La estrella que marca el norte. Sin ella no podemos nada, estamos perdidos.
Por ella, de su mano, tiene que venir para la Iglesia una magnífica primavera. Tenemos que mirar a la Virgen en esta noche, para decirle: “¡Madre, queremos ponernos a tu disposición!” (...)
¡Contemplad a la Virgen! ¡Miradla a Ella! (...) La Virgen está absorbida a solas con su Dios, lo lleva en su vientre. Le sobra todo lo demás. Se cumple en Ella lo de San Agustín: “¿Qué te falta a ti, pobre, si tienes a Dios? ¿Qué tienes tú, rico, si te falta a Dios?” (...)
Santa María (...) ¡haz un milagro! ¡Arráncanos de la tierra, arrástranos al Cielo! Danos un mensaje de eternidad. Enséñanos a vivir cara al Cielo, para poder pisar firmemente sobre la tierra. Haznos santos, porque los santos son las piedras angulares de la historia; porque ellos, como decía San Juan Bosco, viven con la eternidad en la cabeza, Dios en el corazón y el mundo a los pies. Y porque acertaron a hacer esto así, supieron amar. Tras el amor venían las obras.
Salgamos de aquí decididos a vivir de fe. Para eso es necesaria la oración. Muchos ratos ante el sagrario, aferrados a la Virgen.
“Bienaventurada tú porque has creído”. Ella es la única que nos puede agigantar en la fe. (*)
(*) Luces en la Noche, pp. 67-72. Vigilia de la Inmaculada en San Juan de la Cruz (7.12.1973)