Nos ha nacido el Salvador. Y la Iglesia en su liturgia y todos los santos que han escrito sobre este acontecimiento no censan de repetir con la Escritura: Alegrémonos.
¿Por qué alegrarnos?
Porque el justo va ha recibir su recompensa; el pecador, el perdón y los paganos (los que no han encontrado a Dios), la vida verdadera. El cielo se abrió en la Navidad, la gracia de Dios comenzó a derramarse con abundancia sobre la tierra y la separación abismal entre el hombre y Dios se unió en Jesús.
Esta alegría fue comunicada por los Ángeles del cielo y fue recibida por los corazones sencillos de los pastores. Todos los hombres y mujeres buscadores de Dios fueron representados por los Magos de Oriente. Si Dios nos creó maravillosamente, mucho más maravillosamente nos redimió, porque al enviarnos a su Hijo único nos demostró cuánto nos ha amado y sigue amándonos.
La alegría de la Navidad la viven los cristianos desde Pedro y los Apóstoles hasta nuestros días. El cristiano que ha recibido a Cristo en su corazón, no dejar de alegrarse en la Navidad porque le recuerda las veces que ha nacido Dios en su corazón a través de la conversión, de la Confesión, de la oración, de la Eucaristía.
Sin embargo, esta alegría está constantemente amenazada. El libro del Apocalipsis nos narra cómo el dragón está esperando que dé a luz la mujer para tragarse a la criatura.
Mientras Dios alegraba los corazones de los humildes y sencillos, allá en Belén, Herodes, apenas se enteró de la noticia del Salvador por los Magos, se revolcó en su soberbia, en su envidia, y su temor de perder su reino, y no cesó de tramar su muerte y destrucción. Y cuando los Magos cambiaron el rumbo de su regreso y no le informaron, rugió como el "dragón" y con furia segó la vida de los niños en Belén. Cuántos inocentes pagaron el ataque de ira de este rey malvado. Se nos encoje el corazón de pensar en la muerte violenta de un niño, y más cuando nos fijamos en la persona que realiza este mal. Parece que el "mal" le da fuerzas superiores y, los que nos llamamos "buenos" parecemos que somos unos desvalidos, y que Dios está en ese momento lejos, ajeno a nuestros sufrimientos.
La riqueza de la Navidad no deja de ser abundante y profunda. Justamente Dios irrumpe en nuestra historia para ofrecernos su plan de salvación y redención, y lo hace no desde su trono divino, sino desde la bajeza de nuestra humanidad. Viene al mundo en lo cotidiano: sus padres viajaron para censarse por la orden imperial y buscaron posada como todo el mundo y ellos no tuvieron la suerte de encontrar una. Dios desde el primer momento quiere atraernos y no destruirnos. Todo lo asume, menos el pecado.
El hombre que hace el mal es parte de nuestra existencia, está en este mundo queriendo estropear el plan de Dios. Podríamos decir, siempre habrán Herodes opuestos a la acción salvadora de Dios, y no porque Dios lo quiera: todos tenemos la oportunidad de escuchar la voz de Dios (¿No consultó Herodes a los sabios el sentido de la Escrituras?).
Por esta razón, más tarde Jesús no cesará de recomendarnos que seamos vigilantes que estemos atentos con la oración y las buenas obras. De esta manera, en sintonía con Dios, escogeremos el bien y rechazaremos el mal y si seguimos estrechamente el camino del Evangelio, nos distanciaremos bastante del mal y no prestaremos oídos a sus insinuaciones; más bien con nuestras oraciones y sacrificios podremos hacer que muchos se conviertan y dejen sus obras malas.
Aprovechemos esta conmemoración de los Santos Inocentes para pedir a Dios que se haga más presente en nuestras existencias. Jesús quiere ser parte de nuestra vida y quiere hacernos socios en la empresa de la salvación de los hombres. Seamos vigilantes para que nuestro corazón vibre más y más con el Corazón de Cristo. Con su fuerza y su poder podremos derribar a los Herodes que tratan de matar hoy día a la familia y a los jóvenes.
Christus vincit. Christus regnat. Christus ímperat.