De la primera lectura, vamos a contemplar con tranquilidad estas palabras: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.»
Tenemos que agradecer a Dios lo que tiene preparado para los que le son fieles, lo que tiene preparado para nosotros, pues nos ha hecho sus hijos adoptivos por la gracia santificante. Acordarse del Cielo ante las dificultades que se presentan en nuestra vida cristiana, nos ayuda para seguir por este camino “estrecho” y a la vez, “del yugo llevadero y suave carga”, si estamos unidos a Cristo.
El Cielo es muchísimo más de lo que pensamos, porque Dios nos ha preparado la felicidad para siempre, y nunca nos cansaremos de gozar de ella. El Cielo consiste en ver, amar y gozar de Dios eternamente. Y gozar de Cristo en esta vida, vivir y aumentar la vida de la gracia en el alma, ya es adelantar el Cielo. Ahora Gracia, luego Gloria. Merece la pena ser santos.
Del Evangelio nos ayuda esta cita de San Juan Crisóstomo:
«Es como si les dijera: “El mensaje que se os comunica no va destinado a vosotros solos, sino que habéis de transmitirlo a todo el mundo. Porque no os envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni tan siquiera os envío a toda una nación, como en otro tiempo a los profetas, sino a la tierra, al mar y a todo el mundo, y a un mundo, por cierto muy mal dispuesto”. Porque al decir: “Vosotros sois la sal de la tierra”, enseña que los hombres han perdido su sabor y están corrompidos por el pecado. Por ello exige sobre todo de sus discípulos aquellas virtudes que son más necesarias y útiles para el cuidado de los demás» (San Juan Crisóstomo).
La sal sirve para preservar los alimentos de la corrupción y para dar sabor, mezclándose con los alimentos; pues así, de este modo debe ser nuestra vida de apostolado: discreta, con el ejemplo (“bien predica fray ejemplo sin alborotar el templo”, dice el refrán popular), con simpatía, afecto, sencillez, amistad, con virtudes humanas y sobrenaturales, irradiando al Señor.
Y ahora reflexionar que también somos «la luz del mundo.» La luz sirve para ver mejor la realidad, para distinguir lo verdadero de las sombras falsas, permite marchar por el camino -a veces oscuro- de la vida y con la luz se puede distinguir la belleza de los colores. Tenemos que ser para los demás: un punto de referencia -de luz- donde encontrar la verdad divina; un vivero de doctrina segura que enseñe el camino verdadero; una roca en el oleaje de la vida; un ejemplo de vida cristiana imitable, amable, que descubra la belleza y la profundidad y los colores de la enseñanza de Cristo, para que el Padre sea glorificado.
Oración final:
ORACIÓN DE SAN ALFONSO MARIA LIGORIO Doctor de la Iglesia. 1696 - 1787
“Virgen Santísima Inmaculada y Madre mía María, a Vos, que sois la Madre de mi Señor, la Reina del mundo, la abogada, la esperanza, el refugio de los pecadores, acudo en este día yo, que soy el más miserable de todos. Os venero, ¡oh gran Reina!, y os doy las gracias por todos los favores que hasta ahora me habéis hecho, especialmente por haberme librado del infierno, que tantas veces he merecido. Os amo, Señora amabilísima, y por el amor que os tengo prometo serviros siempre y hacer cuanto pueda para que también seáis amada de los demás. Pongo en vuestras manos toda mi esperanza, toda mi salvación; admitidme por siervo vuestro, y acogedme bajo vuestro manto, Vos, ¡oh Madre de misericordia! Y ya que sois tan poderosa ante Dios, libradme de todas las tentaciones o bien alcanzadme fuerzas para vencerlas hasta la muerte. Os pido un verdadero amor a Jesucristo. Espero de vos tener una buena muerte; Madre mía, por el amor que tenéis a Dios os ruego que siempre me ayudéis, pero más en el último instante de mi vida. No me dejéis hasta que me veáis salvo en el cielo para bendeciros y cantar vuestras misericordias por toda la eternidad. Así lo espero. Amén”.