El amor es más grande y más definitivo que la muerte
La Pascua es la explosión definitiva del amor. Del amor de un Dios que en Jesucristo –verdadero Dios y verdadero hombre- se hace pascua para nosotros, se hace dolor, injusticia, muerte por nosotros para derrotar definitivamente al dolor, a la injusticia y a la muerte. Y si su paso –ya pascua- entre nosotros fue el paso del amor, su cruz y su pascua son la exaltación, la glorificación del amor. El amor llevado hasta el extremo, hasta el abismo y hasta lo más sublime.
Y la Pascua –la cruz y la resurrección de Jesucristo- no es magia: “La Pascua –exclamó el Papa Benedicto XVI en su mensaje urbi et orbi del día de la Pascua 2010- no consiste en magia alguna. De la misma manera que el pueblo hebreo se encontró con el desierto, más allá del Mar Rojo, así también la Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia. Y, sin embargo, esta historia ha cambiado, ha sido marcada por una alianza nueva y eterna, está realmente abierta al futuro. Por eso, salvados en esperanza, proseguimos nuestra peregrinación llevando en el corazón el canto antiguo y siempre nuevo: “Cantaré al Señor, sublime es su victoria»”.
¿Qué es entonces la Pascua?
La Pascua es la verificación de que el amor vence al odio, de que la justicia triunfa sobre la injusticia, de que el sufrimiento está cuajado de valor redentor, de que el mal no tiene la última y acaba sucumbiendo ante el bien, de la que la muerte es siempre derrotada por la vida.
La Pascua la respuesta a los interrogantes que siempre inquietan y acongojan el corazón del hombre. La Pascua es la certeza en el encuentro que tanto se busca y persigue. La Pascua es el clamor de eternidad y de felicidad que late en el alma humana. La Pascua es la demostración de que procedemos de Dios y a El nos encaminamos. La Pascua es la vocación y la heredad de la sufriente y anhelante humanidad de hoy, de ayer y de siempre, la brújula de su caminar vacilante, entre gozos y sombras, entre esperanzas y frustraciones.
Tenía que ser así. Ni sido hemos creado de la pura y material nada, ni por nadie, ni nos dirigimos a la destrucción y al olvido. La vida no es un absurdo insoportable, una imposible utopía. La vida no es quimera. La vida tiene sentido. La historia tiene esperanza. La humanidad tiene futuro, futuro para siempre. Somos ciudadanos de los cielos nuevos y de la tierra nueva, de la humanidad nueva y definitiva inaugurada por Jesucristo. La existencia terrena no es una inmensa farsa, sujeta a los vaivenes y a los vientos de la suerte, del destino y de la casualidad. La Pascua es la causalidad de un Dios que nos creó, que nos remidió y que nos santifica. Somos el pueblo de la Pascua. Y para ello necesitamos ser, en primer lugar, discípulos de ella, aprender en ella, nutrirnos en ella; y después, testimoniarla con nuestras vidas y con nuestras obras.
Y si la Pascua es la luz que alumbra sobre las tinieblas, la belleza que emerge sobre tantas fealdades aun maquilladas, el bien que supera el mal, el perdón que elimina el rencor, la justicia que se impone sobre la injusticia, la esperanza que desvanece la desesperanza, la paz que vence a la violencia, la vida que derrota a la muerte, el amor que es más grande que el odio, a nosotros, Pueblo de la Pascua, nos corresponde aprender de esa luz, de esa belleza de ese bien, de ese perdón, de esa justicia de esa esperanza, de esa paz, de esa vida y de ese amor. Y solo así y luego seremos testimonios vivos de ella.