“Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres”. Así nos recomienda san Pablo en su carta a los Gálatas. Hoy, Señor, vengo a alabarte y a darte gracias por el don de la libertad. La verdad que la Iglesia proclama eres Tú. Tú eres la manifestación del ser de Dios, y Dios es amor, y el amor, por su propia naturaleza no se impone sino que se ofrece gratuitamente en la libertad. Y el amor se acoge o se rechaza en la libertad. Los ninivitas acogieron el amor que Yavé, a través de Jonás, les ofrecía. En cambio, la generación que te rodeaba, Señor, no quiso dar crédito a tus palabras ni fe a tus obras. Tremenda responsabilidad la de nuestra libertad de opción.
Gracias, Señor, porque sé que Tú no fuerzas al hombre aun cuando este haya rechazado tu oferta de comunión; no lo has castigado ni obligado, sino que nos has dejado en libertad aun sabiendo que podíamos usar esta contra Ti, haciendo el mal y no el bien.
Cuando Tú, Señor, proclamaste la Verdad no lo hiciste forzando a nadie a adherirse a ella a fuerza de milagros (como te insinuaba Satanás en el desierto) sino que la brindaste llevando tu ofrecimiento a ser incomprendido, acusado, calumniado, rechazado, condenado y ajusticiado.
Por eso, Señor, yo quiero también proponer a los hombres tu salvación; como tu apóstol Pablo insistir a tiempo y a destiempo, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, dando gratis lo que gratis he recibido. Y llorar, como Tú ante Jerusalén, ante el mundo que se muestra renuente a acoger tu palabra de salvación.
Que entienda, Señor, y que haga entender que la adhesión a tu amor, la sujeción a tus leyes y consejos son la garantía de la libertad que me hará correr con gozo por los caminos de la salvación. Aquí y en la eternidad. Como la docilidad y respeto a las indicaciones de tránsito por un campo minado me permitirían avanzar con seguridad, rapidez y tranquilidad.