Hacemos hoy nuestra oración acompañados de San Pedro de Alcántara, gran reformador franciscano. Hombre austero consigo mismo, fue de extremada dulzura con los demás.
Hizo la reforma franciscana en España siguiendo el mismo espíritu que Santa Teresa de Jesús, de la que fue un acertado consejero.
Siempre es bueno acompañarse de estos hombres de Dios que, con solo su cercanía, ya nos ponen en clima de oración y de escucha del Señor.
San Pablo, en la carta a los Efesios, que leemos como primera lectura de la Misa, nos dice que “ya no somos extranjeros ni forasteros, sino que somos ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”
Precisamente esto es lo que buscamos y saboreamos en nuestra oración diaria, sentirnos como miembros de la familia de Dios. “A vosotros ya no os llamo siervos, sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor”. Jesucristo nos ha introducido en su misma vida, la vida de Dios.
Saborear esta realidad sería más que suficiente para hacer un buen rato de oración personal. Soy de la familia de Dios. Participo de todos sus beneficios, luego no me falta nada de lo que es importante para mi vida.
Pero en el Evangelio nos hace una advertencia: “Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas”. Esto es, rogad, rezad, suplicad constantemente, pero no dejéis de poner todos los medios humanos que Dios ha puesto a nuestra disposición para que trabajemos con ellos en el crecimiento de la propia santidad.
¿Qué quiere decir esto? Pues que la santidad cristiana es fundamentalmente un regalo del Señor, pero que requiere también nuestra aportación que, aunque pobre muchas veces, es necesaria e imprescindible.
Acabamos poniéndonos en las manos de María, la mujer que se dejó hacer por Dios y estuvo siempre pronta a colaborar en el proyecto que se le ofrecía como Madre de Dios y Madre de los hombres.