Para preparar la oración, hoy nos fijaremos en tres comentarios de Abelardo a este pasaje del Evangelio. Comenzaremos así la Cuaresma con las ideas bien claras y el corazón bien dispuesto.
1. “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. «Qué habría sucedido si alguno de los que le escuchaban, acercándose a Él, le hubiera preguntado: Maestro, ¿y el que no quiera seguirte, qué? La respuesta no podría ser otra que ésta: “Pues que se quede con su cruz de cada día y no me siga”. Y es que en la invitación del Señor a seguirle deja bien claro que es condición humana el padecer la cruz de cada día.
Siendo esto tan patente, ¿cómo es que no le seguimos y nos quedamos con la cruz y sin Él? Quedarse con la cruz de cada día y llevarla a solas, a secas, sin Cristo, es la peor cruz que podemos padecer. ¿Cómo, pues, estamos tan ciegos?
El que quiera ser seguidor de Jesús ha de ir tras sus huellas. Y esto no es duro. Lo duro es ir por nuestro camino, con cruz y sin Él» (Aguaviva, Abril 1991).
2. “Cargue con su cruz”. «No le demos más vueltas: el seguimiento de Jesús exige la cruz. Cruz en la que probamos nuestro amor con obras. En la que reparamos al Dios ofendido. Con la que extendemos la Iglesia universal, conquistando nuevos miembros.
Y entendemos aquí por cruz la de cada día, aquella que molesta a nuestra naturaleza, la que contraría nuestro capricho, la que exige doblegar el amor propio, el orgullo, el criterio personal, la antipatía hacia con quien convivo…
Esas cruces aceptadas con resignación, engendran paz, y llevadas con amor nos hacen santos.
Cruces que ni siquiera hay que buscar porque nos vienen solas. Dios en su providencia, a través de personas, cosas, circunstancias, irá fabricando mi cruz.
¿Podemos rechazar la cruz, si viene de nuestro Padre?
Todo el mundo tiene que pasar por la cruz. Porque cada día tiene su cruz. Y Dios es tan bueno que la que pone en nuestros hombros es la que mejor va a nuestras fuerzas.
No hay, pues, que quejarse. El que ama a Jesús se lo demuestra en el dolor. Un amor que lo rompiera el dolor no es amor verdadero.
El dolor nos asemeja a la Virgen y a Cristo. Esto ya es gran gozo. Y un gran gozo es saber que con la cruz gano almas y cielo. Si sobrenaturalizamos, encontraremos en la cruz más gozo que dolor.
Pidamos a la Virgen este amor a la cruz. Y en estos tiempos, cuando todos huyen de la cruz, sepamos como la Virgen “estar” firmes junto a ella» (Aguaviva, Junio 1976).
3. “El que pierda su vida por mi causa, la salvará”. «Para aspirar a la santidad es preciso creer que nuestra nada, pequeñez y miseria, son los escalones imprescindibles para bajar a esta cumbre, que solemos poner en la altura y, por el contrario, se encuentra bajando.
¡Qué bien aprendió esta lección la Virgen Madre! Desde la Anunciación al Calvario la vemos abajándose y haciéndose pobre esclava. Nos daba también la suprema lección de amar la humillación, el fracaso aparente, el dolor y la confianza sin límites en que para resucitar con Cristo y resucitar un mundo en ruinas hay que morir con Él.
El heroísmo de la santidad consiste más en saber descender en la vida espiritual, que subir aparentemente en la escala de los triunfos. Se triunfa en la Cruz, es decir, subiendo al leño en que Jesús figura como primer modelo de amar la humillación, y nos ofrece a su Madre, para que en Ella encontremos compañía y fortaleza en la cruz de cada día» (Aguaviva, Febrero 1993).
Oración final: «¡Madre del crucificado! Haz que en el seguimiento de Jesús acepte mi cruz de cada día descubriéndole a Él en ella. Haz que su cruz me enamore. Y más en la seguridad de que junto a mi cruz, estás Tú, la Madre de todos los crucificados» (Aguaviva, Abril 1991).