Primera Lectura: Con este texto finaliza el libro de Miqueas. El profeta habla para alentar al pueblo y animarlo a mantener firme su fe en Yahvé: volverán los tiempos como en los inicios, cuando el rebaño del pueblo paste solitario, pero confiado y sin miedo a los ataques del enemigo. Incluso más todavía: el pueblo verá prodigios de Yahvé como los que se narran de la época del éxodo.
El profeta Miqueas cree que el poder de las naciones enemigas no puede destruir la obra de Yahvé, que es su pueblo. Al contemplar los prodigios realizados por Yahvé en la nueva liberación de su pueblo, las naciones se avergonzarán de sí mismas, de la confianza que habían puesto en su propio poder. No obstante, la esperanza de liberación no se limita a Israel: también las naciones volverán a Yahvé, el Dios de Israel, y lo temerán.
El fundamento de la esperanza está en la fe en la misericordia de Yahvé, el cual, por puro don suyo, borra la iniquidad y perdona el pecado. Es Él, y sólo Él, quien al fin convierte a los hombres de modo definitivo cuando cesa su ira, se compadece de ellos y limpia sus iniquidades, lanzando sus pecados al abismo del mar. No podría ser de otra manera, dado el juramento de fidelidad y de benevolencia que Dios hizo en tiempos lejanos a los padres del pueblo. Si el mundo estuviera exclusivamente en manos de los hombres, sería un sinsentido, una vida absurda. Pero afortunadamente estamos en las manos de Dios, y esto nos permite orar gozosos con el salmo responsorial: Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.
Evangelio: Dejamos la palabra a San Agustín:
«Imita a aquel hijo menor, porque quizá eres como aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes viviendo pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el hambre, suspiró y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el Evangelio?: “Y volvió a sí mismo”. Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí mismo. Veamos si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: “Me levantaré... e iré a casa de mi padres”. Ved que ya se niega a sí mismo quien se había hallado a sí mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: “Y le diré: `He pecado contra el cielo y contra ti... Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo» (Sermón 330,3).
Y el padre lo perdonó y lo celebró. Dios nos perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. El Padre vuelve a recibirnos como hijos suyos y nos admite gozoso al banquete sagrado de la Eucaristía. Ahora nos dice san Ambrosio:
«No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145,8), te dará un beso, señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin embargo te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete» (Comentario a San Lucas, VII, 212).
¡Gracias, Señor, Padre nuestro, por habernos revelado en la parábola tu rostro y tu corazón! Queremos ser hijos de tu hogar. Graba en nuestro corazón que somos hijos tuyos para siempre.
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ORACIÓN FINAL:
Dios y Padre de nuestro salvador Jesucristo, que en María, virgen santa y madre diligente, nos has dado la imagen de la Iglesia; envía tu Espíritu en ayuda de nuestra debilidad, para que perseverando en la fe crezcamos en el amor y avancemos juntos hasta la meta de la bienaventurada esperanza. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.