Se nos relata en la primera lectura la historia de la creación del hombre. Con ese soplo divino que le hace vivir.
El escritor sagrado le ubica en el bello jardín del Edén: con ese árbol del que no debe probar su fruto. Y con la serpiente como instigadora y embaucadora para arrastrar a la mujer y ésta al hombre, a su misma desgracia.
Podemos meditar cómo el pecado, con su apariencia engañosa, nos arrastra a la rebelión de Dios. Ignacio de Loyola habla de “conocer los engaños del mal caudillo para en adelante guardarse de sus astucias”.
Asimismo podemos considerar como el Señor, a través de la Virgen María, no nos deja a nuestra deriva. Y la importancia de recurrir a ésta buena Madre para salir victoriosos de todas las asechanzas del malo. Qué bien cuadra aquí la oración; “acuérdate, oh piadosa virgen María ,que jamás se ha oído decir…”
San Pablo en la segunda lectura contrasta el fruto del primer pecado, por un solo hombre, con la gracia que borra todos ellos y que nos trae Jesucristo. Pero la palabra clave es POR LA OBEDIENCIA de uno sólo.
Nos anima esta actitud de Cristo: para unir nuestras pequeñas obediencias a la suya sabiendo que así pueden ser motivo de fruto en la Iglesia y en el mundo
En el evangelio y, siguiendo la clave de la 2ª lectura, vemos a Jesús obedeciendo al Espíritu y marchando al desierto para ser tentado.
Las tentaciones del alimento, de ser socorrido aparatosamente y de adorar a dioses falsos son rechazadas por Jesús con la espada afilada de palabras vivas de la sagrada Escritura.
Así nosotros, después de cumplir distintas tareas o permanecer en fidelidad, podemos “sentir hambre, cansancio, tedio…”. El tentador, dicen que aprovecha estos bajones para sugerirnos esa vida sin complicaciones, sin esfuerzo, sin….
¡Qué consuelo poder orar con el modelo de Jesús resistiendo al Malo; con la espada poderosa y afilada de la oración apoyada en la Escritura!.
El Padre del Cielo, compadecido del sufrimiento del Hijo, envió sus ángeles para que le consolaran. Que experimentemos nosotros, por la oración suplicante nuestra y de María cuando desfallezcamos, los consuelos de haber peleado por la fidelidad a lo que el Padre nos pide en cada momento.