Puestos en la presencia de Dios, comenzamos hoy la oración con una petición: “¡Que no me avergüence yo de ti, mi Señor!”
Se trata de una petición de gran calado. Significa aceptar que el Señor actúe como quiera y no protestar. Significa creer que las formas de hacer las cosas que tiene el Señor son las mejores, aunque todo parezca indicar que aquello va a ir mal. Significa también no callarse lo que hay que decir por bien de la justicia o de la verdad aunque me cueste el pellejo. Significa no olvidar decir que sí, que yo también soy cristiano, y lo firmo donde haga falta si es que hace falta porque haya dudas de mi palabra o de mis hechos…
¿Y, todo esto a qué viene…? Pues a las lecturas de la Misa del día de hoy:
Naamán, el sirio, se avergonzó en un principio del plan de Dios. Naamán se había hecho a la idea de cómo tenía que hacer Dios las cosas, y cuando el profeta de Dios le explica qué es lo que tiene que hacer para quedar limpio de la lepra no le parece acorde con su dignidad y con lo que él había pensado.
“Dime, Señor, ¿me pasa a mí lo mismo? ¿Yo soy de los que si no haces las cosas como yo quiero, me enfado contigo y me alejo de ti?”
Naamán ya se iba, menos mal que tenía al lado unos buenos consejeros –en realidad, tan solo tenían sentido común, y un poco más de humildad que su señor- y les hizo caso. Se bañó ¡siete veces! –ya tiene Dios, buen humor al mandar cosas- y quedó sano.
Jesús, en el evangelio de hoy, no se avergonzó de su plan de salvación. Podía haber hecho un pequeño recorte a su plan de salvar a todos los hombres y así habría quedado bien con los de su pueblo: ¡el elegido pueblo de Israel! Pero no, por el contrario, Jesús no tenía más remedio que denunciar que precisamente su pueblo no estaba aceptando el plan de Dios, y que una viuda de Sarepta y un sirio, habían alcanzado más fácilmente el favor de Dios.
La sentencia de Jesús, de que ningún profeta es bien mirado en su tierra, parece cumplirse muchas veces en nosotros. Pero el profeta no puede abdicar de su misión aunque los de cerca no lo entiendan o se rían de él. El profeta, y cualquier cristiano lo es, no puede callar.
“¿Me he callado yo algo últimamente que no debiera?”
“Señor, no quiero ser de los que se avergüenzan de ti. Yo, contigo, a muerte. Infúndeme también tu buen humor, para saber reírme de mí mismo y reírme con tus ocurrencias -que bien sabrás tú porqué es mejor bañarse siete veces en el Jordán que dos en el Pisuerga.”