El grupo se rehace al reencontrarse sentados a la mesa con Él, al partir el pan en memoria suya y al preguntarse solícitos por aquellos que todavía no se han incorporado a la Mesa. Una escena excepcional para contemplar el misterio de la Iglesia es la aparición a los discípulos pescando en el lago de Galilea –“la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de la muerte” (Jn 21,1-14)-.
Aquel grupo de pobres personas desayunando en la playa, mirando a Jesús y gozosos de sentir todas las preguntas contestadas, constituye la imagen perfecta de lo que es la Iglesia. Ninguno de los discípulos tiene un expediente limpio y sin mancha. Todos tienen, más bien, un historial de pecado y una larga relación de incoherencias en su haber. Se saben así mismos únicamente como el grupo de los reconstruidos por el Restaurador maravilloso de personas que les preside. Esa labor de restauración que realizó Jesús resucitado con sus discípulos es la que continúa la Iglesia haciendo a lo largo de los siglos con sus hijos.
Porque ni Jesús prometió que desaparecerían las dificultades, ni su mera existencia puede ser interpretada falta de fidelidad, son el fruto inevitable de la pequeñez humana que empaña, sin eliminarlo, el brillo del Espíritu Santo.
Si no pueden evitarse las divergencias y desacuerdos eclesiales o comunitarios, sí se puede, al menos, manejarlos bien sin romper la unidad. Porque no podemos olvidar que el sueño de Jesús es que “todos los suyos seamos uno” (Jn 17,11).
De esta contemplación de Resurrección debemos sacar algún provecho:
1º No hay Iglesia sin Jesús. Si Él no está en el centro de nuestra vida toda unidad será falsa por muchos medios humanos, psicológicos, económicos que pongamos.
2º No hay Iglesia sin comunidad. El cristianismo no está formado por individuos aislados, sino por grupos de personas que comparten su fe.
3º No hay Iglesia sin Pedro. Es el que confirma a sus hermanos, es la roca de la Iglesia, de la fe, que debe pastorear, guiar y perdonar.
4º No hay Iglesia sin María. Ella es la madre, el modelo de cómo vivir la fe con humildad y confianza y siempre cumpliendo la voluntad del Señor.
Al final de nuestra oración darle gracias al Señor por tanto bien recibido y pedirle que nos preparemos para recibir al Espíritu Santo y así poder ir por todo el mundo anunciando la buena noticia de que Cristo ha resucitado.