“Vive con vosotros y está con vosotros” (Jn 14, 17). Estas palabras de Jesús referidas al Espíritu Santo nos iluminan al comenzar nuestra oración. Después de la fiesta de Pentecostés celebrada este domingo, hemos de ser más conscientes de la presencia del Espíritu, que habita en la Iglesia y en nuestras almas como en un templo. Nos encomendamos a Él en este día para que nos enseñe a orar, para que derrame sus dones en nuestros corazones según nuestra fe: “Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos” (secuencia de Pentecostés).
Del tesoro de la Palabra de Dios en este día recogemos algunas perlas que aumenten nuestra fe. Nos presenta Jesús en el evangelio aquellas obras que hemos de hacer para dejar que la gracia del Espíritu Santo penetre profundamente en nosotros y nos transforme: la oración, el ayuno y la limosna.
“Ora a tu Padre”: Jesús nos invita a llamar Padre a Dios y nos ha dado su Espíritu que clama en nuestros corazones: ¡Abba, Padre! Este grito surge en lo escondido de nuestro corazón y nos alcanza la paz que buscamos en medio de las angustias del camino. En cualquier momento del día puedo sumergirme en mi interior y escuchar el gemido inefable del Espíritu Santo que mora dentro por la gracia impulsándome a ponerme en manos del Padre y a confiar. El P. Morales nos invita, para tender a la santidad, a “orientar hacia Dios Padre con amor y constancia todos nuestros sufrimientos, trabajos, alegrías, las acciones todas de la vida, por insignificantes que parezcan”.
Don de piedad: Podemos pedir en este día, de los siete dones del Espíritu Santo, el don de piedad que nos hace sentirnos hijos de Dios y tener un corazón de hermano para con los demás. Así lo explica el P. Morales:
“El Espíritu Santo, con su Don de Piedad, eleva incansable los corazones al Padre. Les hace sentir la suavidad inefable de la Paternidad divina. Gerardo, hermano de San Bernardo, está a punto de morir. Le dice: «Bernardo, ¡qué bueno es Dios con nosotros al ser nuestro Padre!» Cuando el Espíritu hacía pensar a Francisco de Asís que era hijo del Padre, le estallaba el corazón de alegría mientras repetía: «Tener un Padre en los cielos, ¡qué cosa tan gloriosa, tan santa, tan grande!»
A la vez, si nos sabemos hijos de Dios, no podemos dejar de ver a los que nos rodean como hermanos. El don de piedad nos mueve a la caridad: “Hijo de Dios por adopción, el amor filial florece en afecto fraternal hacia todas las almas cuyo Padre es el mismo Dios” (P. Morales). Tanto el evangelio como la primera lectura de este día nos invitan a ser generosos con los demás, sin que nuestra mano izquierda sepa lo que hace nuestra derecha, pues todo lo hemos recibido de Dios: Él nos da para que podamos dar; cuanto mayor sea nuestra generosidad, mayor será la de Dios con nosotros: “El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra caridad.” Y es que Dios no se deja ganar en generosidad. Hagamos la prueba. Cuanto más demos (amor, tiempo, limosna…) más recibiremos para seguir dando, pues Dios ama al que da con alegría.
Santa María del Cenáculo: alcánzanos el Espíritu Santo, Luz, Fuerza, Amor.