El Papa está respondiendo para todos los fieles a la petición que los apóstoles le dirigen a Jesús de que les enseñe a orar. También nos ha notado con ansias a los cristianos del siglo XXI de hacer bien la oración. Sus catequesis son extraordinarias. De una riqueza que yo no me pierdo ninguna, las leo con fruición, me ayudan. Después de haber tratado de cómo en todas las culturas ha tenido la necesidad de orar y dirigirse a un Ser superior y poner ejemplos, ha comenzado contarnos cómo han orado en el AT por ejemplo para salvar a Sodoma y Gomorra el regateo en el diálogo sobre los justos que encuentren la ciudad y que al final ni cinco salvan las ciudades.
Ahora en el primer día de junio ha comentado la oración de Moisés ante el pueblo que se ha construido un becerro de oro y acaba con esta exhortación para todos: “Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y reza por mí. Su oración en la Cruz es contemporánea a todos los hombres, contemporánea a mí: Él reza por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en su identidad, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con Él, porque desde la alta cima de la Cruz, Él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se ha traído a sí mismo, su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos a Él, un cuerpo con Él, identificado con Él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a Él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con Él. Oremos al Señor para que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación y transformación.
Querría terminar esta catequesis con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: “¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros? ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? [...] ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados [...] ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,33-35.38.39)