El evangelio de hoy nos muestra a Jesús en camino, atravesando el territorio pagano de la Decápolis. El Señor atiende a quien se lo pide con fe, como a la mujer sirofenicia del evangelio de ayer, o como ocurre en el relato de hoy. Acudamos también con fe a Jesús en nuestra oración. Pidamos luz al Espíritu Santo para contemplar cómo actúa el Señor, para escuchar lo que dice, para seguir con atención los acontecimientos y la reacción del pueblo sencillo, pero sobre todo para alcanzar conocimiento interno de Jesús: sus actitudes íntimas, los deseos profundos de su corazón.
1. “Le presentaron un sordo, que además, apenas podía hablar”. ¡Qué situación tan triste la del sordo! La sordera es una enfermedad que limita la capacidad de captar la realidad, y por tanto la de aprender y la de comunicarse. Tiende a encerrar al hombre en si mismo y a hacerle suspicaz, desconfiado. Así como existe la sordera del cuerpo, también podemos experimentar la sordera del alma. Es la del hombre que tiene oídos, pero no oye, porque los tiene aturdidos por tantos ruidos, o porque los tiene endurecidos de tanto encerrarse en su interior, o porque los tiene tapados a la voz del Señor y a la de los hombres. Señor: danos un corazón que sepa escuchar. Que esté atento a tu voz y a la de nuestros hermanos. Que sea sensible para percibirte en las leves brisas de cada momento del día. Que sepamos descubrir tu voz entre tantos ruidos.
2. “Y le piden que le imponga las manos”. El sordomudo no acudió por sus propios medios: otros le condujeron. Podemos descubrir a lo largo del Evangelio la presencia de muchos mediadores: la madre sirofenicia del evangelio de ayer, los camilleros que conducen al paralítico ante Jesús, el centurión que pide la curación de su siervo, los hombres anónimos de hoy… ¡Qué actividad tan llena de alegría: llevar a otros a Jesús! Pidamos a la Virgen ser sus brazos largos, para conducir al Señor a cuantos nos rodean.
3. “Él, apartándolo de le gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua y le dijo: «Effetá». Así como con la hija de la sirofenicia Jesús actuó a distancia, hoy toca al enfermo. Jesús busca nuestra cercanía y se queda a solas con quien le necesita… Señor: yo también soy sordo a tu voz y a los gritos de mis hermanos. En la oración de hoy, sáname, apártame de tantas cosas que me estorban, ponme a solas contigo, coloca tus manos sobre mí, toca mi corazón y todo mi ser, y dime con tu voz poderosa: “ábrete”.
4. “Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua”. Esta acción era uno de los signos mesiánicos: “Los oídos de los sordos se abrirán (...) y cantará la lengua del mudo” (Is 35, 5-6). Pongámonos en el interior del sordomudo. ¡Qué impresionante! Lo primero que oyeron esos oídos antes cerrados fue la voz de Jesús, que les decía: “¡ábrete!” “Ábrete a mi presencia, ábrete a los demás, deja que mi voz entre en lo más profundo de tu ser y te remueva… y te conmueva…” ¡Cómo escucharían sus oídos recién estrenados, con qué acentos nuevos cantaría su lengua antes trabada! Señor, sáname así, al momento. Como escribía el P. Morales: “De repente, en un instante, puede sanar Cristo mis enfermedades, por muy arraigadas que estén, por muy graves que sean”. ¡Qué confianza me das, Señor!
5. “Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»”. Que también pueda decir yo al final de la oración: “Todo lo has hecho bien, Señor: has abierto mis oídos y mi corazón. Abre ahora mi lengua, para que cante a todos tus maravillas, para que ya no me calle ante el temor del qué dirán, para que siempre sea testigo de tu amor misericordioso. Refresca mi capacidad de asombro: que descubra que todo lo haces bien en mi vida, que rasgue las apariencias de las cosas y de los acontecimientos –prósperos o adversos- para percibirte en todo y siempre”.
Oración final. Santa María de la atenta escucha: Tú que tuviste siempre los oídos abiertos a la voz de tu Hijo, y que siempre los tienes vueltos a nuestras súplicas, preséntanos a Jesús, para que nos cure de nuestra sordera: que nos ponga a su lado, que nos toque y nos diga: “ábrete”. Y así, que al vernos curados, llenos de asombro, nuestra lengua recién soltada proclame por todo el mundo: “¡todo lo ha hecho bien!”