El pasaje evangélico de este día –la curación del ciego de Betsaida- nos invita a entrar en una relación viva con Jesús, luz del mundo. Por eso, comienzo este tiempo de oración pidiendo este don con humildad y confianza: “Señor, que te conozca, que te ame, que te siga”.
– “Llegaron a Betsaida”. Jesús está en camino: acaban de cruzar el lago y se dirige a Cesarea de Filipo, donde sucederá el gran acto de fe de Simón Pedro en que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios. En Betsaida hace Jesús el milagro que precede a esta confesión de fe que es el centro del evangelio. La curación del ciego, una curación gradual, escenifica el camino de fe de los discípulos que descubren el misterio de Jesús paso a paso, desde el Maestro de Galilea hasta el Mesías y Señor de todo.
En el viaje en la barca Jesús les ha prevenido de la levadura de los fariseos, es decir, de la desconfianza en Él, en su persona, en su misión. Los fariseos no creen en un Mesías así, poderoso en su misericordia para con los débiles y enfermos. Le pedían un signo para creer. Jesús se lo niega. Pero a sus discípulos que tienen el corazón abierto, que desean conocerle interiormente, les va a ofrecer un signo de su misión, curando a aquél ciego. Así les prepara para creer que Él es el Hijo de Dios vivo.
– “Le trajeron un ciego, pidiéndole que lo tocase”. Nuevamente aparecen los voluntarios del evangelio, aquellos que con su fe en Jesús y su caridad hacia los que sufren preparan el camino a la intervención salvadora de Jesús. ¿Soy yo uno de estos anónimos mediadores entre las necesidades de los hombres y el Corazón misericordioso de Cristo?
– “Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano”. Hay que dejarse conducir por Jesús: el camino de la fe es confiar en él. Le saca fuera de la aldea, porque el Señor no hace milagros para lucirse ante la opinión de los demás, sino para remediar una miseria. Yo también me tengo que dejar conducir por Jesús a la soledad de un retiro, de unos Ejercicios Espirituales, para aclarar mi mirada de fe. Y tengo que aprender a hacer el bien en silencio, sin publicar mis obras buenas. Ellas solas se encargan de brillar para gloria de Dios.
– El ciego recupera la vista gradualmente, desde que empieza a distinguir hasta que ve todo con claridad. Parece querer decirnos el evangelio que nuestra fe ha de crecer hasta que sea perfecta, plena, como los discípulos que fueron descubriendo paso a paso quién era Jesús y la grandeza de su Corazón lleno de amor y de misericordia. Después de este signo, cuando Jesús les pregunte “¿quién decís que soy yo?” Pedro dirá “Tú eres el Mesías” –no eres un profeta más, un rabino especial… eres el que esperábamos, el que Dios había prometido enviar, eres el Hijo de Dios entre los hombres-.
Para llegar a la visión plena, Jesús le impuso dos veces las manos en los ojos. Así también nosotros, para que nuestra fe crezca y madure tenemos que perseverar en la amistad con Jesús, dejarnos tocar por Él en el sacramento del perdón recibido con frecuencia, pues en él su mano toca nuestras cegueras y pecados para curarnos.
“Jesús, líbrame de la levadura de la incredulidad y de la desconfianza. Haz que me deje conducir por ti a la intimidad de la oración para que mi fe se fortalezca y llegue a conocerte con el corazón. Tú eres la luz de la vida: pon tus manos en mis ojos ciegos para que te vea y te siga cada día con más fidelidad y entrega”.