Comenzamos nuestra oración pidiendo la gracia de acompañar en este rato a Jesús en el desierto que ora, ayuna y lucha con la tentación, para así tener parte en su victoria sobre el Maligno.
La Palabra de Dios nos habla sobre la conversión, nos invita a la conversión con la figura de un profeta del Antiguo Testamento, Jonás, y sobre todo, con Jesús, que ha venido al mundo para llamar a los hombres a la conversión y entrar así en el Reino de los cielos. Hagamos nuestra una oración de la liturgia de estos días cuaresmales: “Conviértenos a Ti, Dios, Salvador nuestro”. Y a la luz de las lecturas meditemos en lo que significa la conversión.
“Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños”. La conversión se nos presenta como un volverse a Dios, del que nos hemos olvidado viviendo superficialmente y dejándonos llevar de nuestros egoísmos. Abrirle la puerta del corazón, dejar que su luz entre en nuestro interior y ahuyente nuestras tinieblas. Este cambio interior se traduce en gestos exteriores, en obras de penitencia, que hemos de poner en práctica como prueba de que nuestros deseos son sinceros. Haremos bien en fomentar detalles de austeridad en la vida de cada día, para que también se pueda decir de nosotros lo de los ninivitas: “Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida y se compadeció”.
“Un corazón quebrantado y humillado, tú, Dios mío, no lo desprecias”. La conversión se expresa en un corazón humilde que reconoce su pobreza y su pecado. Que se duele por amor a Dios de fallarle tanto, de amarle tan poco. Un dolor lleno de esperanza, porque Dios es Padre que perdona y abraza. Así perdonó a Pedro, al buen ladrón, a Zaqueo, a la Magdalena… Así rompieron su corazón los santos que se volvieron a Dios desde una vida de alejamiento como el hijo pródigo: San Agustín, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola…Empezaron por reconocerse pecadores, le presentaron sus manos manchadas y confiaron hasta el infinito en la misericordia de Dios.
“Aquí hay uno que es más que Jonás”. La conversión por fin es reconocer a Jesucristo como el gran signo que Dios nos ha dado para que volvamos a Él. La misión de Cristo es anunciar al hombre el perdón, la salvación, hacer que el hombre se vuelva a Dios, hablarle del Padre que le espera para declararle su amor.
Nuestra oración se centra ahora en Jesús para implorarle: “Señor, gracias por ser nuestro Abogado ante el Padre, por interceder por nosotros con tus brazos abiertos en la cruz. Tus heridas nos han curado. Con tu sangre preciosa has lavado nuestras culpas y nos has santificado.
Tú que no rechazas un corazón quebrantado y humillado, acoge nuestra oración humilde como la de aquel leproso que te pidió: “si quieres, puedes limpiarme”, o la de aquella mujer pecadora, que sin palabras regaba tus pies de lágrimas de arrepentimiento.
Jesús, Tú eres más que Salomón o Jonás o cualquiera de los profetas. Eres el Hijo de Dios que nos ha llamado a la conversión y a creer en el Evangelio. Haz que creamos en al amor que el Padre nos tiene; que presentándole nuestras manos vacías, las veamos llenas de sus misericordias”.