5 febrero 2012. Domingo de la quinta semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Ofrecemos nuestras vidas al Corazón de Cristo, por medio del Corazón Inmaculado de Santa María, nuestra Reina y Madre, todos nuestros trabajos, alegrías y sufrimientos. Y lo hacemos uniéndonos por todas las intenciones por las que se inmola continuamente sobre los altares.

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Día grande, celebramos el Día del Señor, su muerte y resurrección. Domingo, día de descanso, de reposo en la que los hombres aprovechamos para gozar de las cosas y personas que Dios pone en nuestra vida. Pero sobre todo, Día del Señor, en el que la Iglesia unida, en familia, celebra el día dedicado a su Salvador.

En la primera lectura que hoy se nos propone, tomada del libro de Job, se nos presentan las reflexiones de un hombre afligido, la del propio Job. Un hombre atormentado por la realidad de la existencia, una existencia que decae y se marchita con el paso de los años. La realidad del sufrimiento cotidiano a lo largo de nuestra vida, con una continuidad diaria, a veces nos entristece. “Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la dicha”. Realmente, si esto fuera así, cuánta tristeza y sinrazón. No sé si habréis observado que, en ocasiones, la gente mayor o anciana, quizá algún familiar o conocido, en algunos momentos se entristece, se le ha ido totalmente la ilusión, a pesar de su fe cristiana y esperanza. Porque la realidad de una existencia que decae, humillada muchas veces en la debilidad, es un fuerte motivo de tristeza.

Pero más adelante escribe Job: “yo sé que mi defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar, me alzará junto a él, y con mi propia carne, veré a Dios, mis ojos le mirarán, no ningún otro”. Y es que la fe en Cristo Jesús que vino a traernos la Vida es la alegría y el consuelo en nuestra existencia. Cuando en el Evangelio de hoy se nos narra aquellos días que Jesús pasó con los suyos en Cafarnaúm, hay un acto de fe impresionante en la multitud: “la población entera se agolpaba a la puerta”. Ellos creían y sabían que Jesús les podía curar de todos sus males. ¡Cuánto agradece el Señor nuestra fe! Nosotros, que ya no le vemos físicamente ni podemos palpar a ese Jesús de Nazaret (es verdad que le tenemos en la Eucaristía siempre con nosotros), precisamente por eso, debemos de decir: “Señor, yo creo en ti. Si estoy en este mundo, si tú me has dado la existencia, es para amarte. Creo en tu amor para conmigo. Gracias Dios mío por todo lo que me das en la vida, sobre todo por la gracia de la salvación”.

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