Comenzamos nuestra oración reconociendo que somos pecadores. Y como tales, somos de los que, solemos acercarnos a Jesús a escucharlo cada día, como dice el evangelio de hoy, uno de los relatos más bellos de la literatura universal, según el juicio de muchos. Escuchemos la parábola del hijo pródigo de los labios de Jesús, y contemplémosla desde el corazón del Padre. Pidamos luz al Espíritu Santo para mirar con ojos limpios. Comprendemos qué profundidades alcanza nuestro pecado y qué dimensiones tiene su misericordia. Nos centramos en tres puntos:
1. La profundidad y malicia del pecado. Consideramos cuatro escenas: el alejamiento del hijo menor; su postración posterior, la actitud del hermano mayor, y por último el diálogo del padre.
A) En un primer momento el pecado es insatisfacción: es anhelar otras cosas fuera de Dios, sucumbir a la tentación de los placeres aparentes y de los mundos imaginarios. Es el primer paso… pero ya en una dirección que no cuenta con el Padre. El pecado es por tanto alejamiento progresivo (se marchó…), es poner distancias con Dios: distancia física, de relación, de dependencia, de comunicación… El pecado es también división (El padre les repartió los bienes). Es atentar contra la unidad, dispersar, romper la comunión con el Padre y con los hermanos (el padre dirá al hermano mayor: si todo lo mío es tuyo ¿por qué dividir?). El pecado es además malgastar, es derrochar la fortuna, disipar la herencia, dilapidar los bienes recibidos, ¡ganados al precio de la sangre de Cristo! Por último, el pecado es vivir perdidamente, es malvivir, orientar la vida hacia cosas vanas, y peor aún, destructivas.
B) Pero el pecado va reconcomiendo el interior del hombre y produce postración: humana y espiritual (de la cual habrá que levantarse “me levantaré e iré a mi padre”). Es además pasar necesidad: un vacío atroz, insaciable, hasta “morirse de hambre”. Y supone también denigrar la dignidad de hijo, hasta apacentar cerdos: (“ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”).
C) El hijo mayor nos revela otra vertiente del pecado, propia de los más cercanos al Señor. Es el pecado de la amargura, el reproche hacia el Padre. En el fondo se trata también de construir la vida al margen de Dios, en una relación mercantilista, de cumplimiento de la letra.
D) Por último, en la parábola vemos cómo sufre el pecado el Padre, qué es el pecado para Dios. Es perderse, romper la comunicación con el Padre (“se había perdido”…). Y es morir: una vida así es la muerte para el hombre: (“había muerto…”).
2. Las dimensiones de la misericordia de Dios. Pero la parábola nos manifiesta ante todo la sobreabundancia de la misericordia respecto al pecado. El padre se conmovió, vio de lejos, salió corriendo, se echó al cuello, llenó de besos al hijo. ¡Qué descripción más viva y dinámica de la misericordia! Desborda la frialdad de cualquier definición. El Padre sale al encuentro del hombre que vuelve, y sale al encuentro del hijo mayor, toma la iniciativa. Corre, va más deprisa que el caminar del hombre. Restaura la dignidad perdida: con la túnica, el anillo y las sandalias. Satisface la necesidad plenamente (¡un ternero bien cebado en lugar de las algarrobas que nadie daba al hijo, o al pan que esperaba encontrar!). Recobra al hijo perdido: repara la actitud de incomunicación con desbordamiento de afecto: “se echa al cuello y cubre de besos”. Se alegra y comunica alegría: “Deberías alegrarte”, dice el padre al hijo mayor; hace fiesta grande, con banquete, música y coros. Comparte la mesa, la alegría, la vida. Nos llama a la comunión: sufre la pérdida del hijo y no tolera nuestra indiferencia: “deberías alegrarte”.
3. El hijo pródigo soy yo. Veo la parábola ahora desde los ojos del hijo pródigo. Estoy en el banquete y hago un “flashback” cinematográfico a mi vida pasada: cómo me he ido alejando de Él con mis indelicadezas, queriéndome reservar un espacio de mi vida para mí, marcando distancias entre Él y yo; y considero las consecuencias que se han seguido; me pregunto qué me ha impulsado a volver... Y contemplo los ojos del Padre cuando me distingue a lo lejos y corre a mi encuentro. ¡Qué alegría serena, profunda, incontenible, comunica su mirada, y su sonrisa, y cómo colman sus abrazos y sus besos! Me dejo abrazar y besar por el Señor. Le dejo que tome la iniciativa: ¿para qué voy a interrumpirle diciéndole: “Padre, he pecado…”?, ¡si Él ya lo sabe! Siento que vuelvo a la vida (¡Esto es vida!). Y dejo que me vista con un traje nuevo, me calce con sandalias, y que me ponga su anillo. Y entro en el banquete, me pongo a su lado, muy cerca y me alegro con su alegría… Es el anticipo del banquete de la Eucaristía, y de la vida eterna. (Ya contemplaré la parábola otro día desde los ojos del hijo mayor).
Oración final. Díctamela Tú hoy, cuando estoy a tu lado en el banquete, recostado en tu pecho.