Seguimos acompañando a Jesús en el desierto don ha sido empujado, enviado o lanzado por el Espíritu Santo según los sinópticos.
Es un tiempo fuerte del año, de oración más intensa, ferviente y esperanzada. Cuidamos más el silencio, condición imprescindible para orar. Un silencio, como dice un autor contemporáneo de espiritualidad, “que no es un vacío, sino paz, atención a la presencia de Dios, la presencia del otro, espera confiada y esperanza de Dios” (Jacques Philippe, “El Espíritu Santo” Pág. 39).
Tenemos que dejar que el Espíritu Santo sea el motor de arranque de nuestra oración, el que nos empuje a orar como lo hizo con Jesús. De otra manera ¿Cómo un hombre puede resistir cuarenta días en soledad y silencio sin desalentarse?
De esta manera, en su presencia, podemos escuchar lo que nos dice el profeta Oseas en la lectura de hoy: “¡Ea, volved al Señor! Él nos desgarró, él nos sanará; él nos hirió, él nos vendará.” Y bajará sobre nosotros como lluvia temprana; como lluvia tardía que empapa la tierra.
Sí; si volvemos a Él con nuestra mirada, nos encontraremos con la suya que no deja de mirarnos y descenderá sobre nuestros corazones. Pero nuestros deseos tienen que ser mayores que los que tenemos en estos momentos de crisis para el campo que tanto se necesita que llueva.
Escuchemos lo que nos dice Santa Teresa de Lisieux hablando a su hermana Celina:
“Lo que más atrae las gracias de Dios es la gratitud, pues si le agradecemos un bien, se conmueve y se apresura a concedernos diez más, y si se las agradeces con la misma efusión, ¡qué incalculable multiplicación de gracias! Yo tengo la experiencia, inténtalo y lo verás. Mi gratitud por todo lo que me da no tiene límites y se lo demuestro de mil maneras.”
Este texto nos lleva a una reflexión sobre el evangelio de hoy sobre la parábola del fariseo y el publicano: el publicano daba gracias pero no lo hacía por lo mismo que lo hace Santa Teresa. Él se considera superior, se pone en un lugar que no le corresponde. Como si todo lo hubiera conseguido con sus propios medios. Santa Teresa de Lisieaux se coloca desde su nada e insignificancia agradeciendo su pequeñez, que nada puede hacer ni ofrecer sin la ayuda del Señor. Le sucede como al publicano cae en la cuenta de su pecado, de su pequeñez y sólo se atreve a decirle al Señor que tenga compasión de él. Está abierto a la gracia, a recibir todo del Señor, porque ha caído en la conciencia de su nada.
En un corazón vacío de si mismo, que siente la necesidad a partir de su incapacidad de poder ofrecer algo por su cuenta- cosa que no hace el fariseo- Dios por su Espíritu se vuelca, baja a su corazón y le da su gracia. Y cuando el alma lo reconoce, y se vuelve hacia El dándole gracias, el Señor al que nadie gana en generosidad, se apresura a concederle diez más, y si se las agradecemos con la misma efusión, las multiplica sin fin.
Hagamos que siempre nuestra oración sea agradecida y acabemos siempre, siempre dándole gracias por tantos bienes recibidos sin merecerlos. Él se volcará y nos llenará de nuevas gracias que siempre, siempre, siempre agradeceremos.
¿Acaso el canto de la Virgen, no es un canto de gratitud que seguro tenía siempre en su corazón?