Lc 7, 7 - 10 Ciclo C
Al empezar la oración hay que pedir luz al Espíritu Santo, ponerme en la presencia de Dios consciente de ante quién estoy y de qué voy a hacer para que ese encuentro con Él solo sea como todo el día, ordenado en su servicio y alabanza poniendo en práctica las 5 adiciones de san Ignacio
Es posible que el milagro que relata este pasaje del evangelio de san Lucas sea el único que Jesús realiza “desde lejos”: la fe del centurión es la que destaca, ya que Jesús se limita a ponerse en camino. Cuando Jesús estaba ya cerca de la casa, envía un segundo recado por medio de unos amigos” “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que vengas a mi casa: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”.
En este coloquio a distancia, ninguno de los dos –Jesús y el centurión- se conocen. Sin embargo, hay un diálogo muy próximo, porque la fe del suplicante y la palabra eficaz de Jesús acortan el espacio físico. El centurión admira la persona y el poder sobrenatural del Señor, y Jesús le paga con la misma moneda al admirar su fe. El centurión es consciente de no pertenecer al pueblo elegido, y sabe que para un judío suponía impureza entrar en la casa de un pagano. Por eso no se cree digno de que Jesús entre en su casa. “No soy yo quién”: es una expresión espléndida de la humildad del centurión. Ese “yo no soy quien” impactó tanto a la Iglesia primitiva que lo recogió como fórmula litúrgica antes de recibir la comunión. Es el “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”, que repetimos, quizás de forma rutinaria, antes de recibir el Cuerpo de Cristo. Es la actitud del creyente que se acerca humildemente a recibir al Señor, con la humildad del mendigo.
¡Cuántas veces en nuestra vida deberíamos estar dispuestos a repetir ese “yo no soy quién”. “Yo no soy quién” para juzgar y condenar a mis hermanos, como si mi vida fuese mejor que la de los demás. “Yo no soy quién” para reclamar mis derechos y alardear de mis méritos ante Dios. “Yo no soy quién” para criticar lo que otros hacen en vez de orar por ellos. Sólo nos queda decirle al Señor: “di una palabra y quedaré sano” de las enfermedades del cuerpo y del espíritu.
Al final de la oración no olvidarnos de darle gracias a Dios Padre por las gracias recibidas, por su luz y por su fuerza, y a la vez pedir perdón por tantas veces como he cerrado el oído para no escuchar sus palabras de salvación.