Al comenzar nuestra oración de hoy, después de una breve oración de invocación al Espíritu Santo, de una oración de ofrecimiento de obras; nos ponemos en la presencia de Dios. Pensemos para ello, que Dios no está lejos de nosotros sino todo lo contrario: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; (…) Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; (…) Pero tú me llamaste y clamaste hasta romper finalmente mi sordera.” San Agustín, Confesiones.
Antes de empezar propiamente la meditación podemos pedir al Señor que nos enseñe a orar, que nos dé el asentimiento de la fe, que instruya nuestra mente, que transforme nuestro corazón y nuestra vida.
“El Señor, nuestro Dios, se ha compadecido de nosotros”
Esdras que sabe que Dios es Dios, se dirige a Él conmovido, avergonzado por los pecados de su pueblo, y a la vez esperanzado y confiado. Le recuerda la historia de su pueblo- y nosotros podemos recordar nuestra propia historia-. Dios, en un primer momento, a su pueblo le retiró su ayuda y sufrieron “la espada, el cautiverio, el saqueo y el oprobio”. Pero en realidad, Dios, nunca dejó de ser fiel a su palabra dada: “nuestro Dios no nos abandonó en nuestra esclavitud… y nos dio ánimo para levantar el templo de nuestro Dios”.
El Evangelio del día (Lc 9, 1-6) relata uno de los envíos que hizo Jesús de sus discípulos:
“Luego los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar a los enfermos”
Jesús quiere que vayan como predicadores itinerantes. “No llevéis nada para el camino: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero”…; Los predicadores itinerantes no eran extraños en tiempos de Jesús. La orden de ir lo más ligero posible permite pensar que los discípulos no demoraban mucho tiempo en cada ciudad o en cada aldea. La indicación de sacudirse los pies indica el rechazo o la indiferencia como una posibilidad real de la misión. Sorprende hecho de que Jesús comparta con sus discípulos su poder, un poder no para dominar sino para combatir el mal; un poder exclusivamente para generar vida en abundancia. Quienes creemos en Jesús, hemos recibido en algún momento de nuestra vida un llamado para seguirle. Cada llamado es personal y cada llamado nos habilita para cumplir una misión muy específica en nuestra familia, en nuestra comunidad, en la sociedad. No es necesario ir de ciudad en ciudad para testimoniar la alegría del Reino. Desde nuestra propia familia y nuestra propia vida podemos lograrlo.
El papa Francisco, el “dulce Cristo en la tierra” en expresión de santa Catalina de Siena, en Río de Janeiro, dijo a los jóvenes: “Queridos amigos, no se olviden: ustedes son el campo de la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes son los constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor. Levantemos nuestros ojos hacia la Virgen. Ella nos ayuda a seguir a Jesús, nos da ejemplo con su «sí» a Dios: «Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). Se lo digamos también nosotros a Dios, junto con María: Hágase en mí según tu palabra”.
Y terminemos nuestra oración pidiéndole al Señor, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de “en todo amar y servir”, según su voluntad; de tal manera que podamos proclamar su amor y su misericordia a los demás.