Celebramos hoy la fiesta de san Vicente de Paúl. Santo francés del s. XVII, contemporáneo de San Francisco de Sales con quien tuvo amistad, de san Felipe Neri, san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, etc. ¡Vaya siglo!
Como en todos los santos la Palabra del Evangelio se cumple en ellos perfectamente. Claro, ellos son imitadores de Jesucristo, mejor dicho, son “otro Cristo” (Alter Christus) y reproducen en sí mismos la vida del Maestro. Jesucristo fue perseguido, pero fue el Salvador del mundo para siempre. Los santos, siempre perseguidos por unas cosas o por otras, son los artífices de esa salvación, son los que concretan la salvación de Dios para los hombres. Vicente de Paúl, que a punto estuvo de ser un mal sacerdote más de la época, que se dedicara a vivir bien sin pensar en los demás, cambió de vida y se hizo obrero de Dios porque supo abrirse a ese mismo Dios que se nos aparece en cada hombre. Mirad a continuación cómo le cambió el encuentro que se narra:
A comienzos de 1617, visita Vicente a un moribundo en Gannes, en el distrito del Oise, cerca del palacio de los Gondi, donde vivía; aquel hombre, que tenía fama de ser un hombre de bien, reveló a Vicente unos pecados que jamás se había atrevido a confesar a su párroco, tanto por vergüenza como por amor propio. El moribundo que experimentaba una extrema soledad moral, que padecía la noche, el frío y la imposibilidad de hablar con Dios; era un hombre cerca de la muerte sin haber encontrado una mirada sacerdotal lo bastante dulce y lo bastante humana para poder salirse de sí mismo y atreverse a creer en la ternura de Dios. He ahí la vocación de Vicente: la ternura. Su corazón ha sido tocado. Quería ir a los campos más remotos a expresar a todos los que se sienten perdidos que existe un Dios de ternura que no les ha olvidado. Quiere ser testimonio de ese amor divino. Estar presente con la ternura de Dios.
Muy unido Vicente, como hemos dicho, a san Francisco de Sales, el santo de la dulzura, emprende una obra inmensa de atención a los enfermos, a los pobres, a los galeotes (que eran los más desechados de todos los hombres de la época), a los abandonados... Miles de sacerdotes “paúles” (eran ya 6000 en el siglo XVIII) y monjas “Hijas de la Caridad” (46000 en el siglo XX) a lo largo de estos 4 siglos han llevado la ternura de Dios a millones de hombres y mujeres que lo necesitaban.
Estaría bien que en este rato de oración pidamos a Dios por medio del santo, que se llene nuestro corazón de esa misma ternura para que vayamos a nuestros coetáneos, que siempre están necesitados de ella, y se la podamos mostrar. La ternura de Dios no nos ha olvidado. La ternura de Dios no les ha olvidado.
Miremos con ternura hoy a cada hombre y mujer que se cruce en nuestro camino y abandonemos la mirada dura, que juzga, que condena, que invisibiliza al otro. San Vicente de Paúl hablaba de “los dos amores: el amor afectivo y el amor eficaz”. Llenémonos de amor afectivo en la oración para obrar el amor eficaz en la vida… y viceversa.