El Evangelio de hoy es un canto a la misericordia del Señor y, sin embargo, hay algo en él que me inquieta. Y es… pensar que mis pecados pudieran no ser perdonados. Me explico: Me siento más reflejado en la figura de Simón el fariseo que en la pecadora arrepentida. Precisamente por eso, porque ella estaba arrepentida y el fariseo no. A veces nos puede pasar que llevando una vida honrada o incluso de piedad nos sintamos seguros de nosotros mismos, sin necesidad de ser perdonados, como seguramente le pasaba a Simón el fariseo. Un hombre honrado, cumplidor de la ley que, probablemente, invita con sincero interés a Jesús a su casa. Sin embargo, el Evangelio nos describe una serie de detalles que reflejan cierto descuido para con su invitado: “no me pusiste agua para los pies; no me besaste; no me ungiste la cabeza con ungüento”; todo ello, detalles de delicadeza y cariño. Quizás fue porque no se sentía perdonado, porque sentía que no necesitaba ser perdonado, quizás por eso no manifestaba tampoco demasiado amor.
Y esto también nos puede pasar a nosotros, no amar más al Señor por no sentir que hemos necesitado de un gran perdón. Pregunta Jesús: ¿Cuál amará más?... aquel a quien le perdonó más. Puedo suponer que a mí me ha perdonado menos porque tenía menos que perdonar, por eso quizás mi amor tiene algo de rutina, de falta de detalles, como el del fariseo.
Decía al principio que me inquietaba el Evangelio porque puede que mis “pocos” pecados no sean perdonados, porque no siento la necesidad de ser perdonado y tampoco de amar. Mientras que los muchos pecados de la mujer arrepentida son perdonados y “queda limpia” más limpia que yo, porque se sabía pecadora y amó mucho. Quizás el Señor se refería a esto cuando dijo que las prostitutas nos llevarán la delantera en el Reino de los Cielos.