Antes de iniciar nuestro rato de oración, nos ponemos en la presencia del Señor y hacemos un acto de fe para sentir la mirada de Dios. Debes sentir que está cerca, a tu lado, más bien dentro de ti.
Durante todos los tiempos ha habido grandes santos y contemplativos que han buscado el encuentro con el Señor, han buscado quedarse a solas con Él. Han buscado a Dios en la soledad, en el silencio, en los desiertos, en la naturaleza. El mismo Jesús buscó en muchas ocasiones esta soledad para orar: “Se levantaba pronto y se retiraba a un lugar apartado para orar”. Se pasaba largos ratos de oración corazón a corazón con el Padre, en el silencio de la noche.
También nosotros estamos llamados a estar a solas con Él, estamos llamados a retirarnos de vez en cuando, en profundo silencio, en absoluta soledad con Dios. Estar a solas con Dios, no con nuestros libros, nuestros pensamientos, nuestros recuerdos, sino en una perfecta desnudez interior: permanecer en su presencia, de forma silenciosa, vacíos, inmóviles, en actitud de espera. (Teresa de Calcuta)
Con san Bernardo caemos en la cuenta que si podemos buscar al Señor es porque Él nos ha buscado primero. Sí, es cierto, es la ternura solícita de aquel que te ha buscado y te ha amado primero la que te invita a esa búsqueda. Tú no lo buscarías si primero Él no te hubiera buscado; tú no le amarías si primero Él no te hubiera amado. Que tu alma recuerde que es Jesús que te ha buscado primero y te ha amado primero; esta es la fuente de tu propia búsqueda y de tu propio amor.
Por esto lo esencial en la oración no es lo que nosotros podamos decirle, sino lo que Él nos dice, y lo que dice a los demás a través de nosotros. En el silencio Él nos escucha, en el silencio, habla a nuestras almas. En el silencio nos concede el privilegio de oír su voz:
Silencio de nuestros ojos.
Silencio de nuestros oídos.
Silencio de nuestras bocas.
Silencio de nuestros espíritus.
En el silencio del corazón, Dios hablará.