Iniciamos nuestro rato exclusivo con el Señor, poniéndonos en su presencia y recordando la oración preparatoria de San Ignacio:
“Pedimos gracia a Dios nuestro Señor, para que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad”.
Invocamos al Espíritu Santo, a la Madre y a san José. Hoy hay que pedir a María y a san Juan que nos cuenten, cómo fue su encuentro con Jesús aquel domingo.
Si cierro los ojos y pienso en un Domingo de Resurrección, viene a la memoria un comedor grande de un colegio grande. Los militantes nos disponemos a desayunar y antes de bendecir el alimento aparece Abelardo con el coro, y con su voz profunda entona el “resucitó:”
¡Resucitó!, ¡resucitó!, ¡resucitó!...
La muerte, ¿dónde está la muerte?
……¿Dónde su victoria?......
¡Alegría! ¡Alegría, hermanos!
Que si hoy nos queremos, es porque resucitó.
Cuántas veces nos hablaba Abelardo de que imaginaba a Jesús apareciéndose a la Virgen, decía que fue algo tan íntimo y de sentido común que ni se menciona en los evangelios.
Abe escribe que también a Juan, su discípulo amado, debió de aparecérsele: “Veámosle llegar corriendo al Cenáculo donde están todos encerrados. Acaba de ver en el sepulcro los lienzos allanados y el sudario que tuvo sobre la cabeza, enrollado en su propio lugar. “”Ha visto y creído””. Y corriendo a todo correr, con el vigor de su juventud, entra directamente donde dejó a la Virgen sumida en su tremendo dolor.
¡Madre! ¡Ha resucitado!, grita abrazándola. Y al poner la mirada en el rostro de Ella descubre una paz, una serenidad, un gozo tan íntimo e interno, que le hacen intuir que ya ha tenido la dicha de verle resucitado.” (Abelardo de Armas, Agua viva, Abril 1983).
Hoy hay que pedir en la oración la gracia de meternos en la piel de Juan. De sentir el deseo de correr hacía la Virgen y los hermanos para comunicarles que Jesús ha resucitado.
Jesús resucitado no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de la muerte. Hay algo en su aspecto físico que hace que sus discípulos no le reconozcan de inmediato. Le pasa a la Magdalena, junto al sepulcro, a los discípulos que van camino de Emaús, no le conocieron hasta que no partió el pan.
Juan es aquel que recostó su cabeza en el pecho del Maestro, durante la última cena. El corazón de Jesús donde se apoya el discípulo, representa la misericordia de Dios. Quizás por estar tan cerca es el que está más preparado para reconocer al Señor, y así al menos en dos ocasiones es el primero en darse cuenta que es Jesús. En el sepulcro y en la pesca. En el sepulcro vio los lienzos y cree, en la pesca desde la barca reconoce la figura que les habla desde la orilla e indica a Pedro: “Es el Señor”. Escribe Benedicto XVI que esto es un “reconocer desde dentro”. Pidamos hoy esta gracia.
Acabemos nuestras reflexiones con un coloquio con Jesús resucitado. San Ignacio nos lo precisa: “el coloquio se hace, propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor: cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas. Y decir un Pater noster”.