Las lecturas de hoy son un ejemplo, en su sencillez, de lo que debe ser la
vida de un cristiano, de un seguidor de Jesús, de un verdadero discípulo.
En la primera lectura san Pablo le recuerda a Tito cómo deben comportarse
los cristianos, obedeciendo al poder constituido y dando ejemplo de
mansedumbre.
Después de ponernos en presencia de Dios, invocar al Espíritu Santo y pedir
la ayuda y la intercesión de María para dedicar un pequeño rato de nuestro día
sólo al Señor, meditemos en estas dos palabras: obediencia y mansedumbre.
¿Nos terminamos de creer que el camino que nos propone Cristo va en contra
de lo que la mayoría de nuestros contemporáneos quiere vivir? Y que sin
embargo, si nosotros lo intentamos vivir nos convertimos en pequeños oasis
donde los que nos rodean se acercan a descansar, encontrando algo que falta en
sus vidas y que, sin saber muy bien lo que es, desean tener.
Obedecer a la legítima autoridad, aunque no se lo merezcas, aunque no de
ejemplo con su vida. Ser manso y humilde de corazón, como Jesús.
Nos cuesta vivirlo, nos creemos incapaces, pero pidámoslo en la oración,
convencidos de que Él quiere vivirlo en nosotros.
San Pablo, al evocar en la primera lectura su período desviado, anterior a
su conversión, recalca que tal transformación fue una iniciativa salvadora de
“la bondad amorosa de Dios”. De esta absoluta gratuidad, con sus efectos
característicos de “nuevo nacimiento” y completa restauración de nuestro ser,
el autor es el Espíritu Santo, no nosotros con nuestras pobres fuerzas. Nos
cuesta convencernos de ello. Pidámoslo en la oración. ¡No nos cansemos de
hacerlo!
En el evangelio, la curación de los diez leprosos confirma lo raro que es
la gratitud, sobre todo para con Dios por sus muchos beneficios. Los nueve
judíos sanados olvidan el deber del reconocimiento. Sólo el Samaritano regresó
para agradecer a Jesús su curación. Es el tipo de hombre que –espontáneo y
gozoso al darse cuenta y valorar el gran don recibido– está abierto a la
salvación y disponible para anunciarla a todo el mundo.
Es la lucidez que da un corazón sencillo, que no se anda mirando a sí mismo, pese a la miseria que tiene,
sino que pone sus ojos en el Señor y canta continuamente sus misericordias,
reconociendo los dones y las gracias que derrama. Pidamos también nosotros ser
agradecidos como el samaritano, y nunca neguemos tampoco a nadie, aunque las
apariencias nos hagan pensar que es imposible que lo acoja, el don de conocer a
Jesucristo. No sabemos lo que puede ocurrir si dejamos que el Señor actúe a
través nuestro, mediante una conversación sencilla y valiente, una invitación a
rezar, a hacer ejercicios espirituales, a confesarse, a reflexionar sobre cómo
va la vida. Puede que ese del que no esperamos ninguna respuesta sea el
samaritano que de pronto se da cuenta de que Jesús le ha curado y se vuelve agradecido
a Dios.
Y nosotros
podemos ser también ese samaritano, si lo pedimos con confianza.