¡Este es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob! Con estas palabras del salmo responsorial de hoy iniciamos la oración, alimentando el deseo de buscar en ella al Señor y de estar en su presencia. “Tu rostro busco, Señor: no me escondas tu rostro”; “Una cosa pido al Señor: habitar en su casa”. Gracias por llamarme a estar contigo.
La primera lectura presenta a Cristo, como es propio del Apocalipsis, como el Cordero. Nos quiere decir que el Rey del Universo ha vencido a la muerte y al diablo mediante su sacrificio en la cruz. Se ha ofrecido como cordero inocente por nuestros pecados y con su mansedumbre y humildad en la Pasión ha adquirido para Dios un pueblo de reyes y sacerdotes. Haremos bien en nuestra oración haciendo un acto de adoración a este Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
A este Cordero le sigue una multitud que canta un cántico nuevo y que son aquellos que han lavado sus mantos en la sangre del Cordero. Entre esta muchedumbre hallamos a los mártires que han hecho por Cristo lo que Cristo ha hecho primero por ellos: dar la vida. Hoy celebramos a un gran grupo de mártires vietnamitas, san Andrés Dung Lang y compañeros, de los siglos XVIII y XIX. Prefirieron morir antes que pisotear la cruz de Cristo o renunciar a su fe. Escuchemos lo que uno de ellos, san Pablo Le-Bao-Tinh, escribía desde la cárcel:
“Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son los grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones, finalmente angustias y tristezas… En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo. Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él no solo es espectador de mi combate sino que parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también todos sus miembros”.
Pidamos a los mártires de este día que nos alcancen fortaleza para entregar la vida por amor. El evangelio de hoy nos pone como modelo a la pobre viuda que da como limosna todo lo que tiene para vivir. Se estaba dando a sí misma, mientras que los ricos echaban lo que les sobraba. Imitemos hoy la generosidad de los mártires, la de la viuda del evangelio: no entreguemos a Dios y a los hermanos sobras, entreguemos nuestra vida. Oremos con san Ignacio: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad; todo mi haber y mi poseer: Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta”.