Invocamos al Espíritu Santo, recordamos que siempre en nuestro rato diario de oración estamos acompañados por la presencia maternal de María. A san José, siguiendo un consejo del padre Morales, le pedimos por nuestra perseverancia.
Sujetemos nuestra imaginación, metiéndonos en una escena en la que Jesús de pie con su túnica blanca de una sola pieza, rodeado de sus discípulos, alguno de ellos podemos ser cada uno de nosotros, divisa Jerusalén que puede representar al mundo entero y llora porque ese mundo no es capaz de encontrar el camino “que conduce a la paz”.
La primera lectura nos empieza hablando de desesperación: “nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el rollo y ver su contenido. Yo lloraba mucho, porque no se encontró a nadie digno de abrir el rollo y de ver su contenido”.
Es el mismo sentimiento que refleja Ezequiel (22,30-31): “Busqué entre ellos varón que se pusiese por muro, y se pusiese contra mí, porque no destruyese la tierra, y no lo hallé: y derramé sobre ellos mi enojo; en el fuego de mi ira los consumí”.
Esa desesperación se transforma en esperanza al anunciar el anciano el triunfo del “león de la tribu de Judá, el vástago de David”, “el cordero degollado”. El cordero degollado es el Hijo de Dios, el primer y autentico sacerdote, entendiendo sacerdote como mediador, puente que une Dios con los hombres.
“Con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra”. Dios gratuitamente, da el don a sus elegidos, estos constituyen un pueblo sacerdotal.
Esa mediación va a adoptar formas diversas según el instante de la historia. Pero siempre recordando a San Pablo, para dar un mensaje “alegre y creíble”, el mediador elegido tiene que ser “acogedor, paciente, afable”, resumiendo: humilde. Percibir la gratuidad con que recibe el don.
Los Santos de todos los tiempos siempre han sido humildes, han tenido claro la miseria del hombre y la labor de la gracia de Dios en la construcción de su santidad. Dice San Agustín: “no hay pecado que haga un hombre que no lo haría otro hombre, si no lo rige el Hacedor del hombre” (San Agustín, Serm.99).
Jerusalén también representa el alma consolada y al mismo tiempo observada por los enemigos que la quieren hacer caer. Elegida por Dios, para ser sede de su templo, ciudad sacerdotal se puede decir. Tuvo como David un “liviano complacimiento” (San Juan de Avila), visitada de la mano de Dios con abundancia de mucha consolación: “Yo dije en mi abundancia: No seré ya mudado de este estado para siempre” (Sal 30,7). Olvidó que “en el día de los bienes que tenemos, nos hemos de acordar de los males en que podemos caer. (Eclo 7, 14).
David y Jerusalén caen en adulterio y homicidio. La vanidad les lleva a la idolatría y acaban matando al inocente.
Jerusalén no reconoce al Mesías y los enemigos que la observaban y querían hacerla caer la rodean de trincheras, la sitian, aprietan el cerco, la arrasan con sus hijos dentro y no dejan piedra sobre piedra. David se humilla reconociendo: “Quitaste tu faz de mí, y fui hecho conturbado” (Sal 30,8).
Pidamos la gracia, para el día de hoy de “andar en verdad”, metiéndonos en nuestro momento presente. No complaciéndonos de lo que creemos nuestros éxitos y buscando la faz de Dios, en lo que creemos nuestras contrariedades.