Comencemos nuestra oración poniéndonos en presencia del Señor e invocando su Espíritu. Más teniendo en cuenta la fiesta de mañana: Cristo Rey y Señor del Universo. Pidamos a su Espíritu que fortalezca nuestra fe, avive nuestra esperanza e inflame nuestro amor para estar preparados el día del encuentro con Nuestro Señor. Pidamos al Espíritu de Amor que nunca olvidemos que nuestra verdadera patria es el Cielo. Pongámonos, en consecuencia, en manos de Dios ofreciéndole el día, todos nuestros actos, y esta oración; y volvámonos a la Madre para apoyarnos en su intercesión.
Hoy el Evangelio nos presenta la discusión entre los saduceos y Jesús, que le sirve a nuestro Maestro para enseñarnos dos cosas: primera, que no podemos negar el Cielo y, segunda, que no podemos medir los bienes futuros con los de la tierra. Sigamos la indicación de Jesús y fijemos nuestra mirada, durante esta oración, en lo que nos tiene preparado.
El Cielo: el descanso eterno, la felicidad sin límites, el amor desbordándose. Por fin, compartir con Él la vida sin que nada lo impida. Recrea en tu interior cómo será ese primer encuentro. Mírale a los ojos. Rézale el salmo de hoy: “Bendito el Señor, mi Roca [...] / mi bienhechor, mi alcázar [...] / Dios mío, te cantaré un cántico nuevo”. Paséate entre los santos, agradéceles sus intercesiones, abrázate a tu Ángel de la guarda. Reencuéntrate con aquellos que has perdidos o que viven pero se encuentran lejos. Acércate a la presencia del Padre que tanto te lleva esperando. ¿Qué es en comparación las alegrías de la tierra?
Regresa del Cielo y presenta tu vida al Señor preguntándole si es digna de Él. Medita junto a Jesús cómo los bienes de la tierra se relativizan ante la presencia del Amigo. Pídele, si no ves tu vida lo suficientemente buena, que él la sane. Que cure tus pecados y que de alcance gracia para volver a Él, sin perder la esperanza de que siempre puede transformarla.