El evangelio de hoy nos enfrenta de nuevo con la parábola de los talentos. En la versión de Lucas se nos muestra una interpretación más dramática quizás que en la lectura del domingo pasado de Mateo. En cualquier caso, es una llamada a caer en la cuenta de la responsabilidad que tenemos frente a Dios y frente a nuestros prójimos, por los dones recibidos.
La actitud del tercero de los empleados puede ser reflejo de nuestra propia actitud. La actitud del que desconfía de que los dones recibidos nos hayan sido dados para fructificar, para dar fruto.
A menudo, no aceptamos la verdad sobre nosotros mismos, no aceptamos los dones que Dios nos ha dado. Porque, sean los que sean, siempre nos parecen insuficientes. Siempre estamos mirando y envidiando los del vecino, ya sean diez o uno. Nos comparamos y, o bien no aceptamos nuestra propia realidad, nuestros dones, o bien no aceptamos a los demás. Y así, podemos perder el sentido de nuestra vocación cristiana, aquello para lo que hemos sido elegidos, nuestra misión en este mundo. Nos han sido dados, precisamente, aquellos talentos necesarios para cumplir nuestra misión en el mundo y, como el empleado del evangelio, podemos dejar llevarnos del miedo, de la desconfianza en Dios y en sus dones y llegar a ser unos holgazanes. Y así nos hacemos negligentes en nuestra vocación, en nuestra misión, en nuestro deber de estado, con gran prejuicio para nosotros mismos y para los que nos rodean.
Los dones recibidos por cada uno son aquellos que necesitamos para crecer, fructificar y ser felices. Ni más, para ensoberbecernos, ni menos para agobiarnos. A cada cual según su necesidad y capacidad.