Al comenzar nuestra oración de este día nos vienen dos sentimientos distintos, que hacemos concluir en la misma dirección, ayudados por la acción del Espíritu Santo y vividos en la presencia de Dios.
- Por una parte está un tiempo que concluye, que finaliza, y que nos habla de caducidad, de limitación, de temporalidad.
Termina el año litúrgico colocándonos en la verdadera dimensión de nuestra vida, que es el horizonte del Reino. Todo es frágil y pasajero en el transcurso de nuestra etapa terrena, por tanto no debemos hacer aquí ciudad permanente. Fugacidad de todo lo terreno.
Cristo Rey funda un reino que no perece, que está lleno de amor y de paz. Este es el mensaje que cala en nuestro interior y del que hacemos partícipes a nuestros hermanos los hombres.
Tal como nos narra la primera lectura del Apocalipsis, los muertos fueron juzgados según sus obras. Y se vio un cielo nuevo y una tierra nueva.
- Este cielo y esta tierra nueva es lo que nos da paso a la segunda parte de nuestra consideración para la oración.
Y vi la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios.
Esta nueva Jerusalén tiene un nombre propio, es Jesucristo.
Pues para poder acoger a la nueva Jerusalén nos preparamos con el tiempo de Adviento que comenzaremos mañana por la tarde.
Vivir bien este tiempo litúrgico es colocarnos en la órbita de Dios, para descubrir que está cerca el Reino de Dios. Por tanto alcemos nuestra cabeza, se acerca nuestra liberación.
Que Santa María acompañe nuestro rato de adoración a Dios y nos abra el alma para acoger lo mejor posible al Verbo de la vida, a Jesucristo, Rey del Universo y Salvador de nuestras vidas.