15 marzo 2016. Martes de la quinta semana de Cuaresma – Puntos de oración

A mí me gustaría hacer la oración mirando a Jesús crucificado. Mirando sus manos, con el clavo hundido y goteando sangre que me limpia. Ponerme debajo de una de ellas para que me limpie de todas mis maldades, de mis deseos perversos, de mi duro corazón que ama poco a los demás y menos a nuestro Dios. Y no solo me purificase sino que me hiciese amante de Él, deseoso de abrazarle y de pasar al cielo, donde lo mejor que se tiene es su abrazo continuado, junto con todo los demás regalos. Darme cuenta que soy pecador pero que Jesús es más misericordioso. Que me gana por mucho. Que me puedo fiar y aún le puedo ofrecer mis miserias de cada día.
Vayamos ahora a la primera lectura. El pueblo de Israel es un paradigma de cada uno de nosotros. Ahora no le va bien del todo y se queja. No con una queja sana, abriendo las manos a Dios, del que procede todo bien, como lo hacen los mendigos al pedir y contándole su situación con la seguridad de que se va a compadecer. Lo hace de otra manera, murmurando. La forma rastrera de la queja. Cuando sufre por las serpientes, se arrepiente porque entiende que ese dolor le viene por su murmuración, por su falta de confianza. Se arrepiente y pide perdón. Mientras leo esto, yo puedo pensar en mi vida, en mi parecido. ¡Qué estupendo si solo me desahogase con él y ante los demás, solo le diese gracias! ¡Cómo estaría de contento! También puedo pensar en mi comportamiento con los demás: ¿si tengo algo contra una persona, sólo se lo digo a él y a sus espaldas sólo alabanzas? En especial con los miembros de mi familia. Alguien llamaba a esto “dorar las espaldas”.
Puedes pensar en la serpiente de bronce puesta en horizontal sobre un palo vertical con un parecido extraordinario con la cruz. Y el que la mira, se sana.
Nos acercamos a la Virgen, su Madre y nuestra Madre. Que es la Madre de Dios ya lo dice la Biblia por boca de Isabel (“la madre de mi Señor”). Yo la pido que me guíe, que me ilumine, que me ponga junto a su Hijo.

Llega el Evangelio, con un texto que a mí me supera, pero me fijo en las dos veces que dice: yo soy. En principio, también yo soy yo, pero ese “yo soy” apunta a otra cosa. Me acuerdo cuando Moisés le pregunta a Dios cuál es su nombre Él le contesta “Yo soy”, justo lo mismo. Lo interpretan como que yo tengo una especie de esencia prestada. No nací, me nacieron. No elijo si me quiero morir o no, me “mueren”. Jesús, él es, aunque esté en la cruz. También dice varias veces que Él es igual que el Padre. Y ahora volvemos a la cruz, donde el que es  la esencia de sí mismo, sufre y muere. Algo que pareciera imposible. Y además muere por mí y por librarme de mis pecados.

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